
Ese día, una noticia hizo llover alegría sobre felicidad, inundando de ilusiones el hogar cartaginés de Ana Cecilia Ruiz y su esposo Johnny Arias. Aquellos veinteañeros, que todavía acunaban a Daniela -su bebé de meses-, no se cambiaban por nadie. ¡Era su segundo embarazo! y, como de ensueño, llegaba el varón con el que aquel joven matrimonio complementaba su anhelada “parejita”.
Ana recuerda aquellos meses de 1999 como una espera más que tranquila para, por fin, tener frente a sus ojos a José Ignacio. Sabe que ha visto bebés muy lindos, pero ninguno como el suyo. Como si fuese ahora, lo puede ver entre sus brazos, con un respirar casi imperceptible y sin ni un siquiera ínfimo amago de soltarse a llorar.
En la voz de Ana todavía resuena intacta la misma fascinación maternal, con la que, embelesada, vio por primera vez la tupida cabellera del recién nacido; la misma que lo caracterizó hasta el pasado 21 de agosto, cuando, ya convertido en un poeta que ganaba admiración en el mundo de las letras latinoamericanas, bajo el nombre de Ignacio Aru, falleció en México a los 25 años.
Hoy, a Ana la embarga el luto. Sin embargo, ni su pena, ni los desgastantes días de trámites que sufrió para repatriar los restos de su hijo, en la frívola burocracia mexicana, le quitan las fuerzas para dar los primeros pasos de un camino que apenas empieza: honrar a su Ignacio, luchando para que su obra sea tan reconocida como él soñó.
“Él decía que no había alcanzado la fama que quería a los 25 años; yo pienso que tenía más de la que creía. Tal vez no al nivel que decía, pero tenía que seguir. No lo hizo, no quería o no sé qué pasó por la mente de él; pero sí vamos a seguir con el legado hasta donde se pueda”, explicó Ruiz desde suelo mexicano, unas horas antes de lograr trasladar a Costa Rica los restos del artista, que fueron velados este fin de semana en Alajuela y descansan en el Cementerio General de Cartago, desde el domingo 31 de agosto.
“Vamos a informarnos. Me estoy hablando con varios poetas para ver qué podemos hacer con todo lo que quedó ahí, en archivos, para sacar algo, seguir difundiendo su obra y que el mundo lo conozca”, añadió.
En su joven, pero prolífica carrera, Ignacio Aru (nombre artístico que sale de combinar sus dos apellidos) publicó dos libros; Lupercalia, lanzado en México en 2020 y Catorce días bajo la nieve, que vio la luz en Costa Rica en 2021. Además, coescribió la obra Mistérica, que se presentó en el teatro Melico Salazar en 2015. Sus textos también fueron publicados en numerosas revistas literarias de la región.
Sumado a esto, su obra recibió varios reconocimientos, entre estos el Premio Internacional de cuento de Fundación Mapfre, España, que ganó con apenas 15 años; y el Premio Literario Brunca de la Universidad Nacional de Costa Rica, en 2021.
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Los primeros años, cuando ‘solo era Ignacio’

La tranquilidad del embarazo no fue efímera; sino más bien tónica que marcó gran parte de su vida. Rascando muy al fondo de la memoria, la madre de Ignacio cree tener un vago recuerdo de algún adorno que quebró en su infancia; pero no encuentra ninguna “torta” tan significativa como para haberse convertido en anécdota familiar.
Lo suyo, desde edades muy tempranas, fue consumirse en los libros y en la gestación prematura de su propio universo literario. Alonzo, su hermano, cuatro años menor y artista plástico, confiesa que ambos eran niños algo “peculiares”, y asegura que guarda como el recuerdo más vivo de su niñez a Ignacio recitándole sus extensos poemas.
“Era todo un proceso creativo, en un momento tan cotidiano, como el de antes de irse a dormir. Lo convertíamos en una catarsis artística. Y esa siempre fue nuestra principal conexión”, rememoró con cariño.
Para ese momento, la escritura de Aru destacaba en la escuela. A su madre no paraban de decirle, con asombro por la profundidad intelectual que manejaba a tan corta edad, que aquel niño era “como un viejito”.
Eso sí, los peculiares hermanos artistas también sucumbían, desde la admiración, a la pasión deportiva. Ambos compartían el gusto por el tenis, e Ignacio, en su adolescencia, se hizo un hábil jugador de tenis de mesa.
“Mi mamá siempre insistía en que se cortara el pelo como Roger Federer, pero nunca le llegó”, acotó entre risas de nostalgia Alonzo.
Así, con la intensidad con que se pasa la bola de un lado al otro de la red en un vertiginoso partido de tenis, Ignacio oscilaba de devorar libros a dar rienda suelta a la pluma. Su pasión por la literatura, quizá, también fue su refugio, cuando empezó a experimentar un acoso escolar que lo obligó a cambiarse, en octavo año, al colegio Redentorista de Alajuela.
En ese momento, todavía era “solo Ignacio”, sin el apellido de poeta. Así lo dice Hillary Herrera, su mejor amiga desde hace una década, quien conoció como pocas personas las esquinas y callejones de su alma, sin necesidad de saber de su poesía. Ella misma admite, que aunque siempre lo apoyó, no había leído con detenimiento la obra de su amigo hasta estos días.
Porque la historia de esta amistad tiene poco o nada que ver con la literatura. A Herrera y Aru los cruzó la vida en un aula del Redentorista. Ella vio a un potencial amigo en ese muchacho introvertido; sabía que la timidez de aquel flaco la obligaba a acercarse de primera. Sin dudarlo, buscó rápido la primera excusa para entablar conversación y le pidió un lápiz.

Irónicamente, en este pasaje del poeta, el lápiz era lo de menos, si acaso una punta con la que quebrar el hielo. Abruptamente, el simple intercambio entre compañeros se tornó en una plática reveladora, luego de que Hilary le preguntara si había escuchado el tema So Far Away, de la banda Avenged Sevenfold.
“Fue superextraño, realmente fui un poco invasiva (risa). Le enseñé el video de la canción y luego él me enseñó otras bandas. Ahí nos dimos cuenta de que teníamos un gusto similar por la música y, más adelante, encontramos más similitudes: el arte, el pensar, cuestionarnos desde muy pequeños… Desde los 14 años nos cuestionábamos cosas que, creería yo, la mayoría de personas de esa edad no se cuestiona”, relató la psicóloga.
Los dos encontraron en el otro un vínculo profundo, que trascendió cualquier distanciamiento temporal y que, ya de adultos, continuó tan vivo como siempre en cada reencuentro. De paso, hallaron al cómplice ideal para irse de compras y compartir su gusto por la moda.
“Él era muy elegante, tenía un estilo muy clásico. Le gustaba usar cosas que regularmente uno no ve en otras personas, como guantes de cuero y maletines. Su última idea fue vestir todo de azul; tenía saco y camisa, y fuimos juntos a comprar el pantalón que le faltaba.
“Cuando estuvo en México me dijo: ‘Hil, yo siento que en Costa Rica a mí la gente se me queda viendo raro y aquí en México más bien siento que ando mal vestido’”, narró con pasión, como lo hace con cada detalle que revive sobre su gran amigo.
Ignacio Aru, el poeta

Paralelamente, mientras Ignacio compartía horas y horas de charlas con su nueva amiga, su quehacer poético buscaba nuevos rumbos. Así aterrizó en el Taller Literario Alajuelense, colectivo dirigido por los destacados escritores Bernabé Berrocal y David Monge.
De entrada, Monge quedó impactado con el talento de Aru, a cuya voz lírica describe como un puente entre las referencias clásicas y la estética moderna. De hecho, al recordarlo, llega a la conclusión de que no tiene idea de cómo hizo para tener tanto conocimiento siendo tan joven.
Desde ese momento, los pies de Aru andaban por las aceras alajuelenses; pero era en las palabras donde realmente habitaba su ser.
“Sabía que la vida era corta, que la muerte siempre estaba ahí, como una posibilidad cercana. Entonces, buscaba cultivarse constantemente con la literatura y hacer de su vida un poema. Estaba muy influenciado por la visión de los franceses, de Rimbaud y todos esos (simbolistas); sentía que, viviendo a veces un poco más al límite, podía acercarse a ese habitar poético”, explicó el literato alajuelense.
Lo anterior no es hipérbole; la literatura era ama y señora de sus conversaciones. Con dolor y gratitud, David no olvida las tantas veces en que aquel muchacho con uniforme de colegio se le cruzaba en el Parque de los Mangos, para luego terminar en una cafetería hablando por horas de la alquimia de las palabras.
“Ese es el Aru que más me duele. Yo creo que uno va viviendo la vida tratando de cumplirle las promesas al niño que fue, y ese es el recuerdo que yo tengo de Aru. Aunque ya era un adulto, para mí seguía siendo el muchacho de 15 años al que yo invitaba un café y nos sentábamos a hablar de literatura”, revivió con sentimiento el autor.

Conforme pasó el tiempo, Ignacio se involucró en círculos de escritores y la desértica Alajuela se le quedaba corta a sus inquietudes. A los 19 se independizó y mientras estudiaba Derecho por lapsos, trabajó en una trasnacional y estableció su vida en San José.
Ya en la capital, en su ceremonial tono de declamar, sus poemas continuaron sonando en casi cualquier rincón donde dos o tres se juntaran en rituales literarios. Cada vez con más fuerza, trascendían las fronteras y viajaban levantando admiraciones en otros países; especialmente en México.
Así lo atestiguaron, en medio de sus pesares, durante el viaje que realizaron para repatriar su cuerpo, la madre y el hermano de Aru.
“Yo desearía que hubiera dado tiempo de que viniera a radicar aquí a México, donde nos hablan maravillas de él. A mí me dijeron que Ignacio estaba para ser reconocido mundialmente. Carmen Nozal (destacada escritora mexicana) me dijo: ‘Es que Ignacio era bueno; era hasta mejor que poetas de 50 años’”, relató su mamá.
Es claro que, más allá de su inmensa producción artística y los lindos recuerdos que quedan, la huella de Ignacio está más que viva en los corazones que marcó. Hoy, esos seres queridos que lloran su despedida terrenal, se niegan a que esto sea el punto final, porque la obra y recuerdos de Aru todavía tienen mucho por decir.
“Hubo un nombre bajo la frente.
Hubo un corazón en la runa del fin.
Hubo un cerebro abierto en el tallo del universo.
Yo, ahora me marcho a la Casa Eterna.”- Ignacio Aru.
