A quella fue una madrugada impredecible y aciaga. Es cierto que había agitación entre sus enemigos políticos, pero quizá ningún ciudadano común de la San José de entonces habría de imaginar que, tras un sábado normal –en el que la gente concurría desde temprano al día de mercado en la plaza Principal–, al amanecer del domingo 14 de agosto de 1859 el presidente de la República sería depuesto.
Estadista de fuste –el más grande en nuestra historia–, así como libertador contra la atroz esclavitud que el filibustero William Walker se propuso implantar en Centroamérica, eso era Juan Rafael Mora Porras, notable cafetalero y comerciante, a quien el pueblo llamaba don Juanito. En sus casi 10 años de gobierno impulsó incontables acciones en pro de la salud pública, la educación, la cultura, la ciencia, la economía, la política, la justicia y la seguridad nacional, por lo que era inmenso su prestigio, así como su influjo entre el pueblo. De ello se valieron los militares Máximo Blanco y Lorenzo Salazar –sobornados ambos– para utilizar un eficaz ardid, ingeniado por Blanco.
Amparado en la oscuridad nocturna de la pequeña urbe, un grupo jefeado por el militar Sotero Rodríguez llegó a la puerta de su casa. Lo despertaron para comunicarle que había un motín en el cuartel de Artillería, y que solo él podría sofocarlo. De inmediato accedió a acompañarlos. Solo solicitó que lo dejaran vestirse de manera adecuada. Pronto se percató de que todo era una trampa, y minutos después se enrumbaba hacia dicho cuartel, pero como prisionero.
Ese sería el principio del fin, pues pocos días después sería deportado, y un año después moriría fusilado en Puntarenas, al tratar de retomar el poder.
En familia
Ese agosto, turbada por tan fulminante acción, ahí quedó desconsolada e indefensa su esposa Inés Aguilar, acompañada por seis hijos; Elena, la mayor, tenía ocho años, y dos meses Camilo, el menor. Y, más azorada aún, se enteraría de que la conspiración culminaría por la tarde, con la instalación de José María Montealegre –tío político de sus hijos–, como presidente provisorio.
Don Juanito partió hacia El Salvador el 19 de agosto con su hermano José Joaquín, su sobrino Manuel Argüello Mora y su cuñado José María Cañas. Doña Inés llegaría en enero de 1860, con sus hijos. Pocos meses después, su creciente vientre le anunciaba una nueva criatura, a quien su padre no conocería pues, presa del dilema entre retomar el poder o dedicarse a la producción de café, optó por lo primero y... nunca volvería a casa.
En Los Jobos, Puntarenas, sitio de sesteo para bueyes, los fusiles de la soldadesca segarían su vida el 30 de setiembre de 1860, y dos días después la de Cañas.
A su hermano José Joaquín se le permitió retornar a El Salvador. Sin embargo, su alma iba ya malherida. Tanto, que ese impecable general, que lideró los batallones centroamericanos que sitiaron a Walker hasta su rendición, no pudo soportar la cruda ausencia del hermano y del cuñado. Menos de tres meses después, el 17 de diciembre, murió de súbito. Por azares del inescrutable destino, ese mismo día Inés dio a luz a una niña que, en honor de su padre difunto, fue bautizada como Juana Rafaela; desde entonces sería conocida como Juanita.
Transcurrieron los años, y la familia Mora Aguilar retornó a Costa Rica para rehacer sus vidas. De la prole, Juan de Dios Tomás murió antes de cumplir siete años, y los demás alcanzaron la edad adulta, tras lo cual unos formaron familias y otros permanecieron solteros.
Los pasos de Juanita
Juanita se casó en 1887 con el abogado alajuelense Pedro Loría Iglesias, distinguido ciudadano que ocupó numerosos y prominentes puestos públicos. De esa unión nació tan solo una hija, Clemencia, quien se casaría con Arturo Echeverría Carazo, para dar origen a la familia Echeverría Loría, integrada por Arturo, Marta, Nora y Juan Rafael.
Por cierto, debemos a Arturo, señero personaje de nuestra cultura –al igual que lo fueron sus célebres primos Julián Marchena y Alberto Cañas–, el más bello poema que se ha escrito sobre don Juanito. Evocó a su bisabuelo diciendo que “hay que salvar a Mora de eruditos, demagogos y castas; / legarle al pueblo / el ejemplo viril del pueblo Mora. / Que se oiga su nombre en los mercados y las plazas, / que se repita siempre sin patriótico alarde, / como cosa sencilla, como hierba, como agua, / como camino y polvo / como piedra de río / humilde y conocida; / que sea maíz en el hogar del pobre / y agua en la calabaza que refresca al labriego / en sus faenas de labranza. / Saquémoslo de los archivos, de los papeles muertos”. Así es. Don Juanito redivivo, alojado para siempre en el corazón del pueblo, porque de manera genuina y espontánea se fundió con él, tanto en tiempos de paz como en los turbulentos días de la guerra libertaria.
Para retornar a Juanita –hija póstuma–, fue ella a quien le tocó velar por el patrimonio documental y algunos valiosos objetos de su padre, a lo cual se sumaría un álbum de recortes y fotos –de varios volúmenes– preparado de manera prolija por don Pedro, para honrar la memoria de su suegro, nuestro héroe mayor.
Y, obviamente, correspondió a su hija Clemencia y a su prole, los Echeverría Loría, preservar ese legado, de tan incalculable valor familiar y nacional.
En memoria de doña Norita
Deseoso de escribir un artículo sobre la estremecedora carta escrita por don Juanito a su esposa poco antes de ser fusilado, un día visité a doña Norita –la última bisnieta del prócer– y a su sobrina Marysia, junto con el amigo Emilio Obando Cairol, interesado en la genealogía de las familias Mora y Cañas, y a quien debo varios de los datos citados en este relato. Esa memorable tarde, con generosidad, ellas nos abrieron el archivo familiar y, a la vez, sus inmensos corazones. Ahí percibí cuán infalible es la genética.
A doña Norita, viuda de Van der Laat, ya la conocía, pues en el último decenio pude departir con ella en varias actividades y en la que ya es una tradición, cuando cada 30 de setiembre –por iniciativa de nuestro grupo La Tertulia del 56 y otros entes patrióticos–, concurrimos a las tumbas de don Juanito y el general Cañas para rendirles un tributo de parte del pueblo costarricense.
A pesar de su ancianidad, tan fina dama mantenía un espíritu jovial y disfrutaba de una salud envidiable, al punto de que alguna vez me contó que nunca iba al médico.
Sin embargo, hay penas que doblegan incluso a quienes tienen salud de roble, y son las del alma. Era demasiado lacerante haber perdido a su hijo Bernardo hace pocos años, como para que se le sumara Eduardo recientemente. Y, en la mañana del 9 de julio, 35 días después de alcanzar los 100 años, doña Norita exhaló su último suspiro, para integrarse a la eternidad.
Conservo gratos recuerdos de ella, pero me quedo con aquella tierna y casi infantil sonrisa con la que evocaba –con justificado orgullo, mientras lo sostenía en sus manos– que el collar relicario que a veces usaba, perteneció a su bisabuela Inés.
Al abrir esa cajita ovalada, de un lado está la foto de don Juanito y del otro la de Cañas, a quienes las vicisitudes de la patria y la historia hermanaron desde siempre y para siempre.
Doña Inés decidió portarlo consigo desde que la arena de Los Jobos se tiñó con el carmesí de la sangre de ambos, hace 156 años.
Por su parte, sin vanagloria y en silencio, doña Norita supo cultivar y acrecentar el respeto y la veneración inculcados desde la cuna. Porque, al expresar su hermano Arturo que “en los labios cristales de la abuela / fuiste vigilia de mis primeros sueños”, es claro que en las cálidas remembranzas propias de las tertulias familiares, emergía diáfana y protectora la figura del ejemplar bisabuelo. Hoy, en ausencia de ella, agradecemos esto a su noble estirpe, seguros de que don Juanito sigue vivo y vigilante, más allá del tiempo y la memoria.
El autor es entomólogo y miembro del grupo cívico La Tertulia del 56.