En un interesante artículo publicado en Áncora (28/9/2014), el microbiólogo Edgardo Moreno Robles hizo una oportuna crítica a unos de los aportes más innovadores del primer Estado de la ciencia, la tecnología y la innovación , recientemente editado por el Programa Estado de la Nación.
Según Moreno, el capítulo sobre la diáspora científica, que analiza la llamada fuga de cerebros, no abordó el problema en su debida dimensión: por una parte, dejó de lado el hecho de que Costa Rica no solo exporta cerebros, sino que también los importa; por otra, no diferenció adecuadamente a los académicos costarricenses que dejaron el país de manera definitiva de los que solo lo hicieron temporalmente; y consideró como emigrantes a científicos que partieron del país cuando eran niños y jóvenes y que, por lo tanto, se educaron en el exterior.
Finalmente, Moreno termina su artículo con el planteamiento de que la principal fuga de cerebros ocurre dentro de Costa Rica ya que la mayoría de las personas que se prepararon en el extranjero para hacer investigación científica en el país abandonan dicho quehacer para dedicarse a otras actividades a causa de condiciones adversas (falta de incentivos, excesiva burocratización, entre otras).
Precisiones. Los cuestionamientos de Moreno son acertados, pero comportan algunas imprecisiones básicas. La primera consiste en que la importación de cerebros no se puede deducir de las cifras censales que se refieren al nivel educativo de los inmigrantes ya que, como lo han demostrado diversos estudios, no todos aquellos que disponen de formación técnica o profesional se desempeñan en ocupaciones de ese tipo.
Igualmente, entre quienes están consignados en esas cifras pueden figurar estudiantes extranjeros de intercambio, profesores y asesores foráneos que permanecen en el país por períodos cortos, y personas con formación científica que laboran en puestos administrativos o gerenciales, quienes no se dedican a la producción de conocimiento.
De esta forma, para un adecuado análisis de la importación y la exportación de cerebros habría que recurrir a otras fuentes, que permitan diferenciar claramente a los estudiantes universitarios de grado y posgrado que ingresan o salen del país; a los científicos nacionales que realizan pasantías en el exterior y a los foráneos que las hacen en Costa Rica; al personal altamente capacitado vinculado a organizaciones no gubernamentales y a corporaciones transnacionales; a quienes se asentaron de manera definitiva en otros países, pero se formaron académicamente en suelo costarricense, y a los científicos extranjeros que se trasladaron a vivir a Costa Rica.
Si las diferencias indicadas no son tomadas en cuenta, se corre el riesgo de confundir los desplazamientos regulares de personas debidos a la globalización de la vida académica, de la dinámica empresarial y de las actividades de cooperación externa, con una diáspora.
Contextos. Tanto el capítulo del Estado de la ciencia como el artículo de Moreno dejan de lado una fundamental perspectiva histórica con respecto a la problemática de la importación y la exportación de cerebros. En efecto: debido a su estabilidad política y a su democracia, Costa Rica ha sido tradicionalmente una importadora de cerebros. Dicho fenómeno estuvo presente en el siglo XIX (como lo demuestra el clásico libro de Luis Felipe González Flores sobre la influencia extranjera en el país), y se acentuó en el XX, especialmente a partir de la década de 1970, a medida que los gobiernos civiles eran desplazados por regímenes militares en el resto de América Latina.
Junto a ese proceso, también se dio la emigración de científicos e intelectuales costarricenses que se desplazaron a otros países, como Vicente Sáenz Rojas en la década de 1910, y Franklin Chang Díaz en la de 1960. Estos tempranos desplazamientos se caracterizaron por estar dominados por experiencias individuales.
A partir de la profunda crisis económica de 1980, que supuso una caída abrupta en el financiamiento de la educación en general, las condiciones en las universidades públicas se deterioraron significativamente, situación que habría originado la primera corriente emigratoria específica de intelectuales y científicos en la historia de Costa Rica.
Evidentemente, el carácter condicional de la afirmación anterior se explica porque ese fenómeno no ha sido debidamente estudiado. Hasta ahora, la principal aproximación, con las limitaciones señaladas por Moreno, es el capítulo correspondiente del Estado de la ciencia .
Ampliar horizontes. Para analizar adecuadamente el impacto que la crisis de 1980 tuvo en la fuga de cerebros, es preciso considerar tanto a los especialistas de las Ciencias Físicas, Exactas y Naturales, de las Ingenierías y de la Salud, como a los de las otras áreas del saber, en particular a los de Ciencias Sociales y de Letras. De lo contrario, se reforzarían viejos e injustificados prejuicios académicos acerca de lo que es y no es ciencia y se perdería una visión de conjunto de la “diáspora”.
Igualmente, es conveniente ir más allá del análisis de las tendencias que resultan de los análisis cuantitativos y considerar la dimensión cualitativa de la importación, la exportación y la reinserción de cerebros. Sin duda, la experiencia más conocida en este último sentido es el impacto que ha tenido el retorno a Costa Rica de Chang Díaz y el establecimiento en Guanacaste de la Ad Astra Rocket Company.
Sin embargo, también hay otros casos notables, aunque menos conocidos por el público general, como fue la influencia que tuvieron los destacados historiadores Ciro Cardoso (brasileño) y Héctor Pérez (argentino) en la renovación de las Ciencias Sociales en Costa Rica, especialmente en el campo de la Historia.
Incentivos. Las universidades públicas –que concentran la investigación científica que se hace en el país– han procurado mejorar las condiciones en que se realiza dicha investigación en las últimas décadas. Pese a esto, la estructura de la enseñanza superior estatal mantiene claros sesgos a favor del sector administrativo y de los académicos que se dedican a la administración (una distorsión ya señalada por el economista Thelmo Vargas Madrigal desde finales de la década de 1980).
Con respecto a este tema, los señalamientos de Moreno son correctos ya que los científicos que laboran en las universidades del Estado tienen más incentivos para dedicarse a la administración universitaria que a la ciencia: sobresueldos, oficinas propias y más amplias, equipo, personal de apoyo y una posición que les permite supervisar sistemáticamente el trabajo de sus colegas (en vez de que el suyo sea supervisado).
Al leer lo escrito por Moreno, no puedo dejar de evocar lejanas tardes lluviosas, a inicios de la década de 1990, cuando yo iba a hacer fila en la Vicerrectoría de Investigación de la Universidad de Costa Rica para que una gentil secretaria me diera una autorización por escrito para poder ir a imprimir al Centro de Informática, donde estaba la única impresora láser disponible para todos los investigadores del campus.
Mientras hacía la fila, primero en la Vicerrectoría y luego en Informática, conocí a especialistas en distintas áreas con quienes solía tener simpáticas tertulias, en las que a veces filosofábamos acerca de los insondables misterios de la vida. Uno de esos enigmas era el hecho extraordinario de que la autorización que nos entregaba la cordial secretaria estaba impresa en una máquina láser más sofisticada y de mejor calidad que aquella por cuyo uso pacientemente esperábamos.
El autor es historiador y miembro del Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericana de la UCR.