
Entre sábado y domingo comí como hace rato no lo hacía.
En el desayuno del sábado, no paré con la taza de gallo pinto. ¡Acabé con la mitad del sartén, que estaba llena de la deliciosa mezcla que prepara mi papá!
El domingo, día del llamado desayuno familiar, preparé dos deliciosos huevos cocinados en aceite de oliva, y los acompañé con pan y natilla. Comí más pan y natilla aun sintiéndome llena y satisfecha con la primera tanda.

Al mediodía, repetí almuerzo: en un convivio laboral y luego en mi casa.
A diferencia de otras ocasiones que me alimento en automático, siento que esta vez estaba más consciente y, sí, me preguntaba si estaba llena, si tenía hambre. Y mi cuerpo me decía que estaba bien, que ya era suficiente. Pero yo seguí.
Siguiendo los consejos de la nutricionista Rebeca Hernández, identifiqué esa situación. Luego, para mis adentros, supe, sin diagnosticarlo con claridad, que probablemente detrás de ese comportamiento había dos razones.
La primera, probablemente hormonal: la cercanía de la menstruación que, usualmente, me inyecta más ansias por la comida.
La segunda, y quizá la más importante, una razón emocional. Usé la comida para llenar, para calmar, para aliviar cierta sensación de ahogamiento que me abatió estos días.
Tal vez lo más importante de todo, es que no me sentí culpable. Otras veces me hubiera autoflagelado. Pero no. En esta ocasión no. Porque comprendo que estoy en un proceso de aprendizaje que me llevará a comprender las motivaciones que hay tras cada una de mis reacciones, especialmente, con la comida.
No me sentí culpable porque sé que debo continuar. Tampoco cometí un error. Aprendí.