– ¿Oíme, tenés un minuto. Medio minuto, es para que leás algo por aquí…
– Ahorita como en 10 minutos voy a manejar, pero apenas llegue te escribo o igual me podes escribir–
Siento un subidón de cólera que termina caliente, en mi frente. Exhalo el chichón con fuerza, al fin y al cabo estamos ‘guasapeando’, así que él no puede ‘escuchar’ las huellas de mi berrinche. Es lo tuanis de WhatsApp, una maravilla, calcular cada palabra, signo de puntuación o emoji para… diay para calcular. Porque en eso nos hemos convertido en tiempos de la comunicación instantánea cuando de ligues o amores se trata: le hacemos un peritaje previo a cada teclazo según lo que queremos provocar en el otro, al carajo la espontaneidad del cara a cara –o voz a voz, cuando se habla por teléfono.
En el caso que nos ocupa, la respuesta fue totalmente inesperada, pues había calculado yo un golpe de efecto inmediato con lo que le iba a escribir a un amigovio al que quería mandar a la porra claro, por WhatsApp, pa’ que le enchilara más. Dato gratuito: evidentemente, me importaba, y bastante.
Porque la medida del gusto o el sentimiento por el otro en estos tiempos bien puede medirse en los ratotes que uno invierte en escribir un par de líneas.
No me dio la gana esperar que pasaran los 10 minutos y le tiré:
– Nada más quiero que sepás (y no es un arranque de quinceañera) que como no me aguanto la tentación de escribirte (ya cada vez menos, eso sí), voy a bloquearte. Por un tiempo. Lo que demore en bajárseme del todo el ride, igual seguimos siendo compas, cualquier emergencia, pues por email. Chau pues.
Doble check azul inmediato. ¡Bienn! Ahora soy yo quien percibe el respingo del colerón, al otro lado del guasap. “Fulano está escribiendo”, leo. El mae se arrepiente de lo que sea que me iba a decir y de nuevo (dos o tres veces) leo que “está escribiendo” --yo con el corazoncito acelerado ¿para qué lo voy a negar?-- hasta que opta por la sequedad.
–Qué raro es que le escriban a uno para decirle que lo van a bloquear.
–Seguro. Nunca me ha pasado. Chau pues.
¡Chapó!.
Lo bloquée inmediatamente y me tiré de espaldas en mi cama con una semisonrisa, regodeándome de mi bravuconada, de haber logrado decir la última palabra y de haber dejado al compa con la sensación de bolazo (de boliche, como solía decir él) en el estómago.
El desenlace no tiene mayor importancia (aunque a aquellos que no quieren quedarse con la duda les cuento que el muchacho permanece bloqueado… hasta la fecha).
Nuestras (patéticas) autopsias a los chats
Él pasa la mitad del tiempo fuera del país y, a menudo, tenía el Internet lerdísimo, entonces aquello se volvía tremendo sancocho. Ojo que la piki no solo era yo: por ahí me encontré un chat (furibundo, o así me lo pareció) porque un día, mientras estaba yo en una reunión y casi sin carga, le contesté con el emoji de pulgar arriba a algo muy importante que acababa de pasarle y me escribió, solemne: “¿Me hace un favor? Si me va a contestar con un thumbs up mejor no me escriba, o contésteme cuando tenga tiempo.
La perorata viene a cuento porque a menudo me sorprendo aconsejando a compas (de todas las edades) que me piden opinión sobre las formas de escribir o contestar mensajes de WhatsApp cuando están flirteando con alguien que les gusta. Nada como ver los toros desde la barrera. Entonces, hoy a primera hora me encuentro a una compañera esperándome para consulta de emergencia: le gusta mucho mucho alguien, han salido un par de veces y estaba expectante. Este domingo recibió el chat que había estado esperando: su amigo le dijo que la esperaba tipo 6 en su casa y que le cocinaría pasta.
Ella andaba en la calle e hizo tiempo en el centro de San José, con sus amigas, pero a la hora llegada se percató de que había caminado y sudado más de la cuenta y no estaba tan presentable como quería, entonces, le escribió al muchacho:
– Ando hecha un desastre… vieras qué caminada…
Ya le iba a agregar que ya iba, cuando el muchacho le contestó:
– O sea… no va a venir
(Baldazo helado en la espalda para ella)
– No diay, ya iba. Pero si usted no quiere o está cansado o algo, tranquilo
– Mmm… yo me iba a poner a hacer la pasta porque hay que comérsela fresca, ¿ya habíamos quedado, no? Pero eso de que anda hecha un desastre me suena a que la que está cansada es usted, así que si quiere lo dejamos para después (ya los dos medio mozotes)
– Ah ok. Nos hablamos entonces, me voy a mi casa.
– Listo
Ahí está ella, desgastándose y repasando una y otra vez la “chateada”. Y cómo hace para deshacer el entuerto, pero “sin que él sienta que estoy demasiado preocupada o demasiado disponible”. Él, vaya usted a saber.
La mala noticia es que, en el apogeo de la agilización de las comunicaciones, parecemos estar más incomunicados que nunca.
Y también hemos afinado el cálculo desde el primer click, para que el otro sepa pero no tanto; para que entienda pero no mucho.
A pesar de que estas enredaderas propiciadas por la tecnología puedan resultar histriónicas, la mala noticia es que tanta parafernalia mata la espontaneidad, esconde las intenciones y, lo peor, nos hace perder el activo más valioso que tiene el ser humano: el tiempo.
El “hubiera” no existe y ni en mi caso ni en el de mi amiga, sabemos qué habría pasado de no haber caído en la trampa de los “guasapicidios”. Pero sí podemos imaginar, al menos en su caso, qué tan fácil se hubiera resuelto todo 30 años antes, cuando habría bastado una llamada (hasta de un teléfono público):
–¿Querés venir a mi casa? Y te cocino pasta…
--¡Clarooo! ¿A qué hora?
–Tipo 6.
--¡Ok! Así quedamos, yo llevo algo de picar y una peli
–Pura vida, ¡nos vemos!