En manos de mi madre el amor se hacía catarata de arena, gallinita de masa, ñato chancho de barro de olla.
Lo sé desde el inicio, desde mi primer recuerdo en el que aparece ella. Era un día de verano y yo tenía, cuando mucho, cinco años. Aburrido de jugar solo en el patio fui a buscarla y la encontré moviendo el ajo sofrito en el fondo de la olla del arroz de la comida. Dije una frase entre pregunta y afirmación que pudo haber sido “vamos a jugar de cataratas”, y ella, amorosamente, dejó lo que hacía y me siguió.
El juego era sencillo y tenía lugar en un montón de arena de río, al lado de donde crecía la casa nueva. Había que agarrar arena en puños, llevarla hasta la cima de la montaña de arena –Himalaya imaginario– y soltarla para verla resbalar. Donde los ríos de granos encontraban partes escarbadas a propósito –desfiladeros imaginarios– caían en chorros que se desvanecían casi al instante. El juego terminaba con la oscuridad.
Mi madre no tuvo una niñez fácil. La sacaron de la escuela en cuanto aprendió a leer y a escribir y casi de inmediato empezó a trabajar. Cuidó chiquitos más grandes, vendió tosteles, lirios tropos, palomas moradas, sudó la chaqueta en la finca La Verbena, crió a cinco hijos. Trabajó siempre y mucho, tanto que quizás no tuvo para ella todo el tiempo que merecía.
Se enorgullecía de saber fabricar canastos de bejuco cuando ya habían sido sustituidos por los plásticos. Lo sabía porque heredó el conocimiento del papá.
Heredó saber y lo transmitió. Con un trapo blanco y una aguja me reveló el misterio que encerraban las semillas de aguacate. Vas a ver, me adelantó. Y vi.
Envolvió la semilla en el trapo y fue pinchando despacio, como si la aguja de coser estuviera rellena con tinta invisible. Un instante después aparecieron en la superficie blanca las figuras dibujadas: flores, una casa, quizás mi nombre.
Las semillas del aguacate, me explicó, tienen un colorante al que nada borra. Lo había aprendido de niña, quizás después de que cometieran la injusticia de cerrarle el paso a los estudios. Una injusticia repetida cuando a los dieciocho deseó ser enfermera. Sufrió por eso, pero supo espantar la amargura y encontró en la maternidad una puerta abierta hacia la vida.
Soñaba que volaba y que planeaba libre sobre el barrio hasta aterrizar ilesa, feliz, en la plazoleta frente a la casa de adobe que fue su primer hogar en San Felipe.
A veces, mientras palmeaba tortillas para todos, sacaba un ratico y modelaba con masa gallinitas o palomas que yo devoraba de inmediato. Mami convertía en tiempo la masa y transformaba esta en amor.
Como en la canción de Mercedes Sosa, las manos de mi madre parecían también pájaros en el aire y llegaban al patio desde temprano. Me entristecí la primera vez que oí a La Negra interpretarla. Mi madre aún vivía, pero sentí nostalgia y dolor anticipados. Pensé en qué ocurriría con el patio cuando faltaran sus manos, su amor y sus palabras. Y ocurrió una mañana de noviembre que sus manos quedaron quietas y un día después le dije adiós entre flores y llanto.
Mi madre habita ahora el territorio sin amarras de los sueños y es allí donde la encuentro. Días atrás me abrazó, me ofreció disculpas. Desperté extrañándola y desde el mundo de las palabras, donde vivo, recurro a ellas para decirle que está disculpada y que al fin voy entendiendo. Su amor bueno es igual a la tinta de la semilla del aguacate. El tiempo me permite verlo con más claridad y nada lo borra.