“Cada vez que tenía que subir al volcán Arenal yo presupuestaba la muerte”.
Así pensaba José Campos, mirando de reojo al rugiente coloso de La Fortuna. Él sabía que no había opción. Tenía que escalar la montaña de fuego, rescatar los cuerpos sin vida de un avión siniestrado y devolverlos para que sus familiares, al menos, pudieran tener una tumba donde llorarlos.
Esa era la noble meta, pero eso no despojaba al teniente Campos de su condición humana.
En silencio, sin que nadie lo viera, se retiraba en solitario y se sentaba en una piedra. Luego se tomaba un par de cervezas, lloraba amargamente y después de unos instantes tomaba el teléfono para hacer una llamada crucial.
“Llamaba a mi hija María José, que en ese tiempo tenía 9 años. Le preguntaba cómo le había ido y trataba de no hablarle nada de los que estaba haciendo. Sin embargo, diay, ella me decía que me había visto por la tele y era difícil”, recordó Campos.
Él pensaba, sin exagerar, que podría ser la última vez que iba a escuchar su tierna voz.
En el mes de agosto del año 2000, Campos era asistente de operaciones de la Dirección Nacional de Socorros y Operaciones (DINASO) y tenía a su cargo uno grupo de unas 15 personas -integrado por cruzrojistas, policías, bomberos y baqueanos-.
En ese entonces sumaba 31 años de edad, tenía miedo y no podía evitar las lágrimas. A la mañana siguiente él -y los valientes hombres que lideraba-, arriesgarían sus vidas en uno de lo rescates de montaña más peligrosos de la historia de Costa Rica: el del avión con 10 pasajeros que se estrelló contra el volcán Arenal.
“No tengo duda, esa misión es la más riesgosa e impactante que he hecho en mi vida. Nunca lo voy a olvidar, para mi fue una misión suicida", aseguró sin titubeos.
Aquel fatídico día
El teniente José Campos goza de una buena memoria, pero por más que lo intenta no recuerda dónde estaba y que hacía la tarde del 26 de agosto del 2000, cuando por diversos medios se alertaba de la extraña desaparición de una aeronave en las inmediaciones de La Fortuna de San Carlos.
El piloto costarricense Karl Acevedo, de 22 años de edad, era quien estaba al mando del vuelo extraviado. William Badilla, de 34 años, era su copiloto.
A 11:38 a. m. Acevedo había despegado del Aeropuerto Internacional Juan Santamaría a bordo del Cessna 208B Grand Caravan HP-1357APP, fabricado en 1998 y con 792 horas de vuelo.
El destino final del vuelo era Tamarindo, pero tenía programada una escala en el aeródromo de El Tanque, en La Fortuna, para dejar allí a un turista de origen asiático.
El plan de vuelo iba a la perfección. A las 11:55 a. m. llegaron a La Fortuna y a las 12:05 p. m. el Cessna -operado por la aerolínea local SANSA- despegó rumbo a la costa del Pacífico. Unos 35 minutos duraría el viaje a Tamarindo.
“Si usted traza una línea entre el aeropuerto de Tamarindo y La Fortuna, verá que pasa justo por encima del volcán Arenal. Los pilotos, para esa ruta, debían hacer una maniobra de sobrevuelo en el que debían bordear el volcán para luego continuar”, dijo Roberto Alfaro, quien en ese momento era piloto de SANSA y lideraba la Oficina de Seguridad de Vuelo de esa compañía.
Pero en cuestión de minutos el vuelo desapareció por completo y de inmediato se prendieron todas las alarmas.
Nadie sabía nada del Cessna, ni de Acevedo, ni de Badilla, y mucho menos de los 8 turistas que transportaba la aeronave: Terry Pratt, una mujer canadiense de 50 años de edad, y Frank y Yudi Consolazio, estadounidenses de 56 años y 55 años, respectivamente.
Además, en el Cessna viajan las suizas Silvia Rhissiner y Catherine Shoep, ambas de 23 años, y el comerciante estadounidense Cristhoper Damia, de 36.
Por si fuera poco en la aeronave viajaba una pareja de recién casados: el médico cirujano Steven Bohmer, de 44 años, y su esposa Helena Gutiérrez, de 37, quien fue reina de belleza en su país natal, Uruguay.
Pues nada, de su paradero, no se sabía nada. Las autoridades de emergencia, al conocer la desaparición de la aeronave, pusieron sus esperanzas en el conocido ELT (Emmergency Locator Transmitter), para tratar de conocer su ubicación exacta.
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“El ELT es como una especie de transmisor que tienen los aviones de ese tipo en la cola, para emitir señales en caso de impacto. En ese tiempo la verdad es que no eran muy precisos, por lo que la ubicación del avión se complicó un poco”, comentó José Campos.
“El ELT daba señales que nos indicaban que podría estar en el Cerro Chato, que está justo al lado del volcán, y además uno que otro mentiroso dijo que había visto pegar el avión allí. Por eso, el primer día de búsqueda, la hicimos de noche, en ese cerro. Pero nada. Al otro día regresamos en la mañana, con el mismo resultado”, agregó.
La mañana del 27 de agosto el volcán se despejó y un helicóptero que sobrevolaba la zona aclaró finalmente las dudas. Nadie lo podía creer: el Cessna se había estrellado con el volcán Arenal.
“En la investigación se pudo determinar que los pilotos nunca hicieron el viraje para esquivar el volcán. Siguieron directo. Razones, pues pueden haber muchas razones, o factores contribuyentes. Nunca se sabrá el porqué, pues en realidad ambos eran unos excelentes pilotos y con la información que se pudo obtener solo se pueden hacer especulaciones”, explicó Roberto Alfaro.
“Se supo que el día del accidente el volcán estaba muy nublado. Había nubes bajas. Entonces pudo ser que los pilotos se desorientaron, pensaron que iban en una dirección, pero en realidad, llevaban otra. También pudo ser el cansancio. Nunca lo sabremos con certeza", lamentó Alfaro, quien lloró amargamente al conocer la fatídica noticia.
No era para menos: “Ambos eran mis amigos”, añadió con pesar.
Terrorífica misión
José Campos estaba en el Cerro Chato cuando les avisaron que se detuvieran. Estaban buscando en el lugar equivocado.
“Nos avisaron por radio que el avión se había estrellado en el Arenal y yo me dije: -¿mae, es en serio?, el cráter está activo ¿quién va a subir ahí? -”, recordó.
Su temor era comprensible. En el año 2000, el volcán Arenal no estaba dormido, como suele estar ahora. En ese tiempo la montaña de fuego retumbaba con fuerza, expulsaba rocas incandescentes y emanaba gases constantemente.
Por si fuera poco, hacía tan solo una semana Campos había participado en el rescate de dos turistas y un guía turístico en la misma zona. Ellos habían sido alcanzados por un lahár, una nube de polvo de caliente que bajó del volcán.
“Estas tres personas estaban en el Hotel Los Lagos e inhalaron el material. La nube llegó muy abajo. El guía se llamaba Ignacio Protti, quien murió, al igual que las turistas, que fallecieron en un hospital de Estados Unidos, en una unidad de quemados”, recordó Campos.
El precedente era terrorífico, pues en carne propia Campos ya sabía de lo que era capaz el inquieto volcán.
Sin embargo, otro importante dato agregaba vértigo a la misión. El volcán Arenal tiene es una elevación cónica de 1.657 metros y el Cessna había impactado la montaña a tan solo 200 metros por debajo del cráter.
Conocida la grave e insólita situación todo cambió en la mente y en el corazón de los rescatistas. Esta misión, nunca la olvidarían.
“Nos fuimos al Hotel Los Lagos a replantear la estrategia. Es que ya no era una montaña verde, segura y bonita. Había que escalar un volcán activo y rescatar la aeronave en una altura considerable, muy cerca del cráter y en un ascenso muy vertical", narró Campos.
"Miedo es poco, miedo es un piropo lo que yo sentía. Te lo digo en serio, yo no pensaba que alguien pudiera bajar vivo de ahí. Diay, es que uno veía en la noche como el volcán se tornaba anaranjado por las piedras calientes que bajaban”, agregó el rescatista.
Para Campos, el rescate del Cessna 208B Grand Caravan era un desafío exageradamente desigual: era él y su frágil equipo contra la fuerza demoledora del traicionero volcán.
¿Vivos por muertos?
Por como se apreciaba la aeronave, desde las alturas, pocos creían que alguien hubiera sobrevivido al impacto. Sin embargo, como la esperanza es lo último que se pierde, el equipo al mando de Campos llegó hasta el avión siniestrado para comprobar lo que se temía: no había sobrevivientes.
De inmediato surgió el dilema: ¿porqué arriesgar la vida de un equipo de 15 o 20 personas por diez cuerpos inertes?
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Martín Sanabria, quien en la época del accidente piloteaba el helicóptero de la sección aérea del Ministerio de Seguridad Pública y protagonizó arriesgadas maniobras para colaborar con la icónica misión, tiene la respuesta a flor de piel: “es que entregarle los restos a un familiar, es casi tan importante como entregárselo vivo”.
Con esa certeza, que está casi tatuada en el alma de los rescatistas, los vivos fueron por lo muertos.
A la escena, para terminar de inyectarles fuerzas, comenzaron a llegar los familiares de las víctimas, que con la angustia pintada en su rostro clamaban por el cuerpo de sus seres queridos.
Mientras eso sucedía, además, la prensa nacional e internacional no tardó en develar las conmovedoras historias detrás de las víctimas. La de los recién casados fue una de las más impactantes.
Como suelen hacer muchas parejas extranjeras, el médico Steven Bohmer y su esposa Helena, estaban celebrando su luna de miel en Costa Rica. Se habían jurado amor eterno el 21 de agosto y, tan solo cinco días después, su unión iba a llegar a su fin.
Pero no solo eso, el día de la tragedia también se desvaneció el fruto de su amor: Helena estaba embarazada.
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En aquella época, el diario estadounidense Orlando Sentinel reveló que Bohmer era un médico respetado, que enseñaba medicina ortopédica a jóvenes doctores y donaba sus conocimientos para los niños pobres en diversos países.
Helena, por su parte, trabajó varios años como modelo y en 1987 ganó el concurso Miss Punta del Este, en Uruguay. Posteriormente participó en Miss Internacional, en Japón, y también en el Certamen Reina Mundial de las Flores, en Colombia. Varios años después trabajó como técnica en un hospital de Orlando, donde en 1998 conoció al doctor Bohmer.
De Terry Pratt y Cristopher Damia, se supo que eran amantes de las bellezas naturales de Costa Rica y viajaban a las playas de Tamarindo a disfrutar del mar, el sol y la arena.
Pratt había llegado al país en 1980, se enamoró de las tierras ticas y nunca quiso devolverse a Canadá, su país natal.
“Ella decía que era más tica que el chayote”, aseguraron a La Nación los compañeros de trabajo de Pratt, quien en ese tiempo laboraba para la agencia turística Horizonte Nature Tours, como directora de mercadeo.
El caso de Damia fue dramático, pues el destino le habría jugado una mala pasada. En aquella época, la madre de Damia dijo a La Nación que su hijo había optado por la vía aérea porque su carro había sufrido un desperfecto mecánico.
A Damia su madre lo esperaba en Tamarindo el 26 de agosto por la mañana, pero eso no sucedió, ya que perdió el vuelo de las 6:30 a. m. Entonces, el estadounidense tomó el vuelo que iba a salir horas más tarde y que llegaría a las 12:30 p. m. a la costa guanacasteca.
Ese avión nunca llegaría a su destino: Damia, para su desgracia y la de su familia, había abordado el Cessna 208B Grand Caravan y sus días terminaron en las faldas de un volcán.
El caso de las suizas Silvia Rhissiner y Catherine Shoep también es muy singular. Ambas eran amigas y, apenas un día antes de abordar el vuelo mortal, habían salido del hospital por una complicación grave de salud.
Durante 8 días, estuvieron internadas en la Clínica Bíblica, en San José. Fueron intervenidas por un caso severo de leptospirosis, pues habrían consumido agua contaminada en Ecuador, el país del que provenían antes de llegar a Costa Rica.
Durante su estadía en el hospital, el personal médico reportó que las suizas siempre estuvieron de muy buen humor. Estaban ansiosas por conocer las bellezas de Costa Rica y tenían planeado reunirse en Tamarindo con la hermana de una de las fallecidas.
“Eran un par de personas entusiastas, muy comunicativas. Se llevaban muy bien entre ellas y con todo el mundo”, dijo a La Nación el médico tico Manuel Rojas, quien las conoció en el hospital.
Antes de partir, incluso, las suizas habrían prometido al doctor Rojas compartirle fotos de su aventura por suelo tico.
De los demás pasajeros se supo poco. Aunque según el testimonio de algunos testigos, dados a La Nación en aquella época, antes de subir al avión estaban felices y curiosos por emprender una de las aventuras turísticas más grandes de sus vidas.
Rescate en la montaña caliente
Ya no había marcha atrás. Al mando de Campos, un día después del accidente alrededor de 15 socorristas subirían al volcán Arenal para encontrarse con los restos del avión siniestrado y los cuerpos de las víctimas.
En todos había temor y no intentaban taparlo.
Según un artículo de la Revista Dominical, publicado en setiembre del año 2000, antes de iniciar el ascenso todos los involucrados se tomaron de las manos y clamaron al cielo la siguiente oración: “Es un sentimiento de humanidad, Señor, el que nos alienta a rescatar estos cuerpos y devolvérselos a sus familiares preocupados, y nosotros tenemos voluntad de hacerlo y solo queremos pedirte tu ayuda y que nos acompañes a todos y nos cuides de todo mal”.
Luego todos rezaron el ‘Padre Nuestro’ y emprendieron el peligroso viaje.
Campos, que en la noche anterior había llorado en solitario, no demostraba a nadie su fragilidad interna. Es que no podía, no debía.
“Lo que yo sentía por dentro no correspondía a como yo me comportaba”, recordó Campos.
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“Yo en el ascenso gritaba, peleaba y exigía a la gente que caminara. En efecto durante el día era una persona y después, cuando bajaba, era otra completamente distinta. Es que yo era el jefe del grupo y no podía estar débil, tenía que estar más preocupado por la vida de mis compañeros que de los propios muertos”, agregó.
Su preocupación constante no era gratuita. Subiendo el coloso, el grupo de rescatistas tenía que sortear “pendientes de más de 45 grados, filosas piedras sueltas, neblina, frío, lluvia, serpientes, cárcavas de fondo incierto y el peligro permanente de una erupción violenta y avalanchas”, puntualizó Revista Dominical.
Cuentan que los zapatos de los rescatistas, al subir, quedaban completamente destruidos por lo filoso de las piedras. Además, en cada paso que daban, podían sentir el calor que transmitía el volcán.
“Era un fenómeno muy curioso. Subiendo sentíamos mucho frío, pero en el piso del volcán sentíamos calor”, narró Campos.
“Y lo que realmente es inolvidable para mi fue el vértigo. El volcán estaba muy nublado, pero en un momento a otro se despejó y nos dejó ver a todos a la altura en que estábamos. Usted no sabe lo que yo sentí en ese momento, sentía que me quería ir de espadas”, agregó.
Pero nada de excusas, había que seguir ascendiendo. El clima que imperaba en la zona hacía imposible que helicópteros realizaran el rescate, por lo que el grupo de valientes hombres era la única opción.
La primera vez que los rescatistas subieron al sitio del accidente fue para explorar el camino y hacer mediciones para efectuar el rescate con la mayor efectividad posible.
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“Siempre se guarda la esperanza de que existiera algún sobreviviente, pero no, qué va. Cuando llegamos nos pudimos dar cuenta que todos murieron de forma fulminante”, rememoró Campos.
La escena con que se encontraron era dantesca. Los cuerpos estaban esparcidos unos 200 metros a la redonda y completamente irreconocibles.
“Esto es duro decirlo, pero no parecían cuerpos, eran como masas de carne”, acotó Campos, tragando grueso.
Los rescatistas avisaron por radio lo que habían visto y Campos, analizando la situación, sugirió construir una especie de rampa para facilitar la extracción de los cuerpos con un helicóptero y no arriesgar tanto al personal de rescate.
La idea era colocar todos los cuerpos en esa rampa, embolsarlos en unas mañas y esperar que, en mejores condiciones climáticas, el helicóptero sí pudiera hacer el rescate.
“Como ya sabíamos que todos estaban muertos, pues pensé que no teníamos que apresurarnos tanto por sacarlos. Por eso sugerí esa opción. Sin embargo, la idea no fue bien recibida”, comentó Campos.
“Había mucha presión de los hoteleros para sacar los cuerpos lo más rápido posible, pues ellos argumentaban que a los turistas no les estaba gustando ver tanta patrulla, ambulancias y movimiento en la zona. Hacer lo que yo proponía requería tiempo y esperar que la zona se despejara. –¿Y si no se despeja?-, decían", agregó.
De primera entrada, el grupo de rescatistas sacó a uno de los cuerpos volcán abajo, con fuerza de hombro y en una camilla que quedó completamente destruida. Ya sabían que, a la mañana siguiente iban a tener que regresar por los demás.
El helicóptero panameño
Martín Sanabria -quien piloteó el helicóptero de la Sección Aérea del Ministerio de Seguridad Pública durante el rescate-, sabía muy bien que las condiciones climáticas no eran aptas para volar.
Por ese motivo, el trabajo de Sanabria al mando de la aeronave se limitó a transportar personal de rescate lo más alto que podía y sacarlos al regresar.
Pero, incluso eso, le provocó uno de los sustos aéreos más grandes de su vida.
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“En una tarde, como a las 5 p. m., me pidieron que fuera a sacar del volcán al periodista Gerardo Zamora, de Canal 7, y a su camarógrafo. Todo iba relativamente bien, hasta que en ese momento una nube se metió en mi cabina y me nubló todo el panel de control y la visibilidad”, narró Sanabria.
“Yo pegaba gritos a la gente para que se subieran rápido, porque había que salir de ahí. Yo solo me guié por instinto. Pensaba que si giraba a la derecha, pues iba a pegar con el volcán, y si me metía más a la izquierda, me metía más en la nube, pero iba a tener control de vuelo”, añadió.
Entonces Sanabria se dirigió hacia la nube, voló como unos dos minutos que se le hicieron eternos y, finalmente, pudo encontrar el camino de vuelta.
“En toda mi carrera como piloto yo quizá he sentido miedo. Pero eso es normal, estoy entrenado para eso. Pero esa única vez yo lo que sentí fue terror”, finalizó Sanabria.
Esta vertiginosa escena solo ejemplifica el porqué un helicóptero como el que piloteaba Sanabria no podía hacer el rescate a la altura donde se había estrellado el Cessna.
Ese helicóptero, además, no contaba con instrumentos adecuados para medir la distancia entre las paredes del volcán y las hélices, por lo que su accionar en la misión era limitado.
Fue entonces donde apareció en escena el famoso helicóptero panameño, una aeronave que contaba con la tecnología adecuada para hacer rescates como el que se requería y era controlado por el piloto Nicolás González.
El helicóptero, marca Hughes, estaba especializado en el acarreo de carga y podía alzar con seguridad hasta 1.000 libras de peso. Además, estaba equipado con un cable y una red.
La incorporación del Hughes a la misión permitió que la idea original del teniente Campos, de colocar los cuerpos en una red, se llevara a cabo. Eso sí, no desde la altura propia del accidente.
“Tuvimos que bajar los cuerpos, con la camilla y con nuestra fuerza, varios cientos de metros. El helicóptero panameño lo que hizo fue toparnos en un punto de la bajada”, explicó Campos.
Efectivamente, se había improvisado un helipuerto en una ladera del volcán para completar la tarea. Eso sí, el cambiante clima, siempre iba a ser un factor condicionante.
La consigna del piloto panameño, según un artículo de la época, era la siguiente: “Haremos una cadena hasta el helipuerto que se construyó ayer, donde el grupo que está arriba va a empezar a traer los cuerpos. Si el tiempo mejora y los helicópteros pueden sacarlos de ahí los sacamos, y si no, nosotros, los bomberos, la Guardia Civil y un grupo de baqueanos que también están listos, lo vamos a hacer”.
La operación fue exitosa. Cinco cuerpos se bajaron por una antigua colada de lava, que tenía una inclinación casi vertical y en el que se necesitaron cuerdas para completar su transporte hasta un sitio seguro.
Luego, el helicóptero panameño lanzó las redes y completó la hazaña. Al día siguiente, en condiciones similares, los restantes cuatro cuerpos fueron rescatados.
Lo cierto es que, para todos, la pesadilla había terminado. Los familiares tenían a sus seres queridos para llorarlos, los hoteleros ya no verían más ambulancias recorriendo el lugar y los rescatistas habían salido con vida.
“Cuando todo terminó nos abrazamos con fuerza. Habíamos vencido el miedo y lo habíamos dado todo”, concluyó Campos.
El jefe del Organismo de Investigación Judicial en San Carlos, Fernando Sánchez, dijo en aquel tiempo que “nunca había visto trabajar a tantos vivos por los muertos”.
Sin duda, una frase que resumió aquella dolorosa pero maravillosa gesta de solidaridad humana.
Probable causa del accidente
Roberto Alfaro, quien en ese entonces lideraba Oficina de Seguridad de Vuelo de SANSA, aseguró que las razones del accidente aéreo en el volcán Arenal nunca se sabrán a ciencia cierta.
Sin embargo, en junio del 2001, la Unidad de Investigación de Accidentes, dependencia de la Dirección General de Aviación Civil, publicó los resultados de sus pesquisas en un boletín oficial.
En el informe, de 42 páginas, se encuentra un apartado que dice “Causa Probable” y textualmente dice lo siguiente:
Falta del piloto volando de no asegurar y mantener una separación (vertical y horizontal) adecuada con el terreno montañoso y de no permanecer en condiciones VMC (Condiciones Meteorológicas Visuales).
Además desorientación geográfica y espacial por parte del piloto que permitió que la aeronave volara de manera controlada e inadvertida contra el terreno.
El informe oficial también detalló cuatro factores contribuyentes, entre los que citó “pérdida de la conciencia situacional y atención por parte del piloto”, así como un “inadecuado monitoreo y fiscalización" por parte del aviador.
Además, el informe agrega como factores contribuyentes “falta de directrices y procedimientos estándar de operación establecidos por parte de la empresa” y “utilización de procedimientos de vuelo no escritos ni aprobados”.
Para Alfaro, el informe detalla lo que efectivamente pudo haber pasado, pero insiste en que no es concluyente pues no hay registros claros para entender todo lo que sucedió aquel 26 de agosto.
“Son causas ‘probables’ que hablan de aparente error humano. Es claro que los pilotos se desorientaron, que no tenían visibilidad, que no debieron haberse metido en nubes para volar. Pero ¿qué pudo haber sucedido para que esto sucediera?, ellos eran pilotos muy buenos y experimentados”, comentó Alfaro.
“La cantidad de cosas que pudieron haber pasado en ese vuelo son inmensas y, como dije antes, no tenemos datos suficientes. Por ejemplo, se pudo haber perdido una turbina, y no lo sabemos, porque en ese tipo de aviones no hay registros de audio, ni tampoco contaba con grabadora de datos de vuelo. Por eso no hay forma de comprobar las cosas”, finalizó Alfaro.
Para él solo “los pilotos y Dios” supieron realmente lo que sucedió.
Lo que sí confesó Alfaro fue un detalle que llama poderosamente la atención y que deja entrever situaciones que bien pudieron afectar a los pilotos que volaban en esa época.
“En ese tiempo se habían estado notando una serie de situaciones que habían estado pasando con mucha frecuencia en SANSA. Básicamente incidentes leves que tenían que ver con descuidos por parte de los pilotos”, recordó Alfaro.
Según Alfaro, en aquel entonces los pilotos de SANSA habían estado estudiando mucho para poder ascender en su carrera y eventualmente pilotear un día un avión comercial de LACSA.
“Estudiaban hasta altas horas de la noche pues se venía un proceso de selección de pilotos para LACSA. Diay obviamente ellos querían entrar y por eso se quedaban muy tarde repasando las materias y llegaban ligeramente cansados a volar. Eso fue una alerta que se encendió y que fue comunicada a los gerentes”, agregó Alfaro.
Además, Alfaro puntualizó otras situaciones que revelaron algunos problemas que se daban en cabina. Por ejemplo, mencionó discusiones de pilotos por ver quién se quedaba con el mando de la aeronave.
“En ocasiones, seguro porque no había muchos copilotos, ponían a dos capitanes en el mismo avión. Eso generaba ciertos roces”, mencionó Alfaro.
Finalmente, también se registraron accidentes leves. Por ejemplo, el caso de una aeronave que aterrizó con muy poca altura y el tren de aterrizaje pegó contra una cerca.
¿Tuvo que ver todo esto con la tragedia ocurrida hace 20 años en el volcán? Quizá sí, quizá no. Nadie lo supo ni lo sabrá, la incógnita será siempre tan grande como la altura del Arenal.