Monteverde, Puntarenas. German Smirnov huyó de su natal Rusia en mayo del 2024 junto a su esposa Anastasia y su hijo Timur, de solo cinco años en ese momento.
El riesgo de ser arrestado o de lo que enviaran a la guerra, como castigo por sus opiniones políticas y por un intento de denunciar un presunto fraude en las elecciones de ese año —en las que Vladimir Putin fue reelegido para un tercer mandato consecutivo, con el 88% de los votos—, lo obligó a hacer maletas y tomar un avión junto a su familia hasta México, para posteriormente llegar a Estados Unidos.
No solo debía huir de su país donde era perseguido, sino que meses después sería deportado por el presidente estadounidense Donald Trump hacia Costa Rica, un país del que ni tan siquiera conocía su ubicación.
Mucho menos imaginaba que, en julio del 2025, él y su familia iban a ser acogidos, de manera temporal, por un grupo de cuáqueros en una zona boscosa de la nación centroamericana. Específicamente, en un pequeño pueblo de 53 kilómetros cuadrados y de menos de 5.400 habitantes, llamado Monteverde, en las montañas de Puntarenas.
La odisea para los Smirnov empezó en Tijuana, en Baja California, en la frontera con Estados Unidos. Allí pretendían acogerse a un programa que habilitó la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos (CBP) para que los migrantes pudieran solicitar citas en los puntos fronterizos de ingreso, principalmente para pedir asilo.
La estadía en esta ciudad se prolongó por 238 días. Allí, según contó, casi no salían del lugar donde vivían ante el temor de ser víctimas de la violencia y las extorsiones que sufren los miles de migrantes en su periplo hasta Estados Unidos.
La espera parecía valer la pena; obtuvieron una cita para solicitar refugio en ese país. Sin embargo, las esperanzas se esfumaron en enero de este año, cuando Donald Trump asumió la presidencia en EE. UU.
Su cita para pedir asilo fue cancelada. Todo el programa CBP One fue cancelado y, en su lugar, se implementó otra iniciativa enfocada en la “autodeportación” de los migrantes irregulares.
Desesperado y sin una alternativa más optimista, decidió irse con su esposa e hijo hasta el puesto fronterizo de Tecate, para pedir asilo allí, de manera directa.
A su llegada ocurrió todo lo contrario. Nadie lo escuchó, le tomaron las huellas dactilares y lo esposaron. En un principio, a él lo llevaron a un lugar y a su esposa e hijo a otro lado. Después, los tres fueron enviados a un centro de detención de migrantes en Otay Meza.
31 días en Estados Unidos: ‘Fue horrible’
Estuvieron allí 31 días y lo vivido es algo que no le desea ni a su peor enemigo. “Fue horrible”, recalcó. Allí no les dieron oportunidad de hablar ni de ir ante un juez para exponer el porqué estaban ahí. Simplemente, los detuvieron.
“Su tarea (la de los oficiales de migración) es presionarte al máximo, física y moralmente, para que firmes una solicitud de retorno voluntario a tu país de origen. Es muy difícil, la temperatura en la habitación, la escasa alimentación, todos los oficiales se ríen de ti, nadie quiere escuchar tus declaraciones, nadie quiere dar curso a ningún trámite que sea necesario para iniciar el proceso de asilo político en la Corte.
”A propósito no alimentan bien a los niños y los ponen en una jaula frente a ti para que escuches cómo lloran y luego te dicen: ‘No te gustan las condiciones, vete a casa. ¿Estás listo para ir a casa? Te lo organizamos, ¿estás listo para firmar un regreso voluntario a casa?’.
”Es difícil, y lo más ofensivo, por supuesto, es que mujeres y niños sufren“, narró Smirnov, de 36 años, a La Nación, quien una y otra vez, y a pesar de las presiones, se opuso a firmar la deportación voluntaria.
Entonces, sin su consentimiento, subieron a los tres a un avión y los deportaron a Costa Rica, un país del que nunca habían escuchado.
Después, supieron que se trataba de un “pequeño, pequeño país” de Centroamérica, con una extensión mucho más pequeña de frontera a frontera (639 kilómetros) que la distancia que hay entre San Petersburgo —donde él es oriundo— y Moscú, la capital rusa (707 kilómetros).
A Costa Rica, la familia Smirnov llegó el martes 25 de febrero, desde San Diego, California, en un vuelo que duró cinco horas y 17 minutos. Desde la base dos del aeropuerto Juan Santamaría, fueron trasladados al Centro de Atención Temporal a Migrantes (Catem), una antigua fábrica de lápices, en Paso Canoas, cerca de la frontera con Panamá.
Ellos llegaron en el segundo de dos vuelos que trajeron a 200 migrantes deportados por el presidente estadounidense Donald Trump. La idea era que estuvieran en suelo nacional 30 días y luego, de manera voluntaria, volvieran a sus naciones de origen.
Venían hombres, mujeres y niños de todas las edades de Rusia, Armenia, Azerbaiyán, Turquía, Afganistán, China y otros países asiáticos.

Cuatro meses y medio en el Catem
En suelo tico, la situación de German, Anastasia y Timur mejoró un poco, pero tampoco mucho. Ya no los trataban mal ni experimentaban agresiones verbales, aunque sí hubo dos cosas que se mantuvieron con el tiempo.
Uno, les quitaron los pasaportes y demás documentos de identidad, y los tuvieron encerrados. Durante dos meses, hasta el 21 de abril, solo pudieron salir para ir al supermercado, pero nunca solos, siempre en compañía de efectivos de la Policía Migratoria.
Dos, ninguna autoridad gubernamental les explicó qué hacían ahí, por qué no podían salir, ni tampoco cuánto tiempo estarían recluidos. Por el contrario, pretendían insistentemente que volvieran a su país de origen.
En el Catem, detalló, no existían las mejores condiciones para vivir. Entre los deportados, nadie hablaba español y muy pocos dominaban el idioma inglés. Se hablaba ruso, turco, persa, mandarín, por ejemplo.
Tenían que dormir sobre colchonetas en el suelo; había mucho calor y humedad —un clima totalmente ajeno al que estaban acostumbrados—, comían arroz y frijoles, y los baños eran insalubres.
En esas condiciones, con la ropa completamente empapada por el sudor, celebraron el cumpleaños número seis de su hijo Timur. En su teléfono celular, guarda un video donde se le ve sosteniendo un queque de cumpleaños con varias candelas encendida y varios niños cantando el tradicional cumpleaños feliz en inglés.
“Nadie nos dijo nada sobre nuestra condición. Preguntamos varias veces, pero los oficiales no pudieron respondernos, solo seguían órdenes de sus jefes. Cuando tratamos de averiguar qué nos sucedería, simplemente nos ignoraron y nunca tuvimos la oportunidad de conversar con el gobierno sobre nuestro futuro”, contó Smirnov, quien es entrenador físico y tiene estudios en periodismo.
En el Catem permanecieron técnicamente encerrados hasta que la Sala Constitucional resolvió favorablemente, por mayoría, un recurso de hábeas corpus y ordenó su liberación y la de otras decenas de migrantes, quienes no habían escapado o optado por la deportación voluntaria.
Ocurrió el 24 de junio pasado. Ese día, los magistrados constitucionales ordenaron al director de Migración poner en libertad a los deportados por Estados Unidos en un plazo de 15 días naturales, al tiempo que ordenaron definirles un estatus migratorio, de forma individual y fundamentada.
Tras ese fallo, German y su familia continuaron viviendo en el Catem. No tenían a dónde ir y tampoco tenían dinero. Permanecieron ahí hasta el 12 julio, cuando viajaron junto con otras cinco familias de migrantes hasta Monteverde.
La vida en Monteverde
Con ayuda de la organización cuáquera American Friends Services Committee (AFSC), consiguieron que la Asociación Los Amigos de Monteverde, una comunidad también cuáquera, los acogiera sin pedirles nada a cambio.
De manera temporal, les dieron un techo donde vivir, comida, ropa y un dispendio semanal para comprar sus artículos básicos. En ocasiones, los emplean en trabajos temporales y a cambio reciben un poco de dinero.
Su hijo Timur y otros menores del grupo de migrantes van a clases en las escuelas y colegios públicos de la comunidad. También son atendidos en la clínica local. German dice sentirse a gusto, nunca ha recibido un maltrato de ninguna persona. Por el contrario, insiste en que el pueblo los recibió sin ninguna objeción, literalmente con los brazos abiertos.
En la cafetería de la zona, los dependientes ya lo conocen y él los llama a ellos por su nombre: “Alejandro cómo está”, saluda a uno de ellos en el poco español que habla. Su amigo inseparable es el celular y la aplicación de Google para traducir desde diferentes idiomas. Él se siente más a gusto hablando en ruso o en inglés.
Con la comida costarricense dice no tener mayor problema, aunque reconoce que no le gustan los frijoles. El clima de Monteverde le gusta más que el de Paso Canoas. Se parece más al de su natal San Petersburgo, afirmó.
A él y a su familia les gustaría quedarse a vivir en Costa Rica. De las personas que les dieron acogida, de manera temporal, solo tiene palabras de agradecimiento, pero legalmente la situación está cuesta arriba.
Si bien la Sala IV ordenó a la Dirección General de Migración y Extranjería definirles su estatus migratorio en el país, en la práctica eso no ha ocurrido.
Ellos no cuentan con un Documento de Identidad Migratorio para Extranjeros (Dimex); entonces no pueden solicitar trabajo, asegurarse ante la Caja Costarricense de Seguro Social (CCSS) ni obtener una tarjeta de ahorros en un banco estatal.
“No entiendo por qué todo tiene que ser tan difícil, quiero ponerme en contacto con las personas que son responsables de habernos traído aquí. Estas personas, este gobierno, declararon que estaban listos, y lo declararon en los periódicos. Declararon que estarían muy contentos si aceptábamos formar parte de la sociedad costarricense, pero al mismo tiempo, nos ponen tantos obstáculos y no se ponen en contacto en absoluto con nosotros.
”Somos un desafortunado malentendido del que hay que deshacerse. No les interesamos, para ellos no somos personas, sino un obstáculo. Es fácil dar promesas sencillas, por ejemplo, al gobierno de los Estados Unidos, y al mismo tiempo arruinar el destino de otras personas", se lamentó el ruso German Smirnov.
Migración niega desinteres
Omer Badilla, viceministro de Gobernación y Policía, y director general de Migración, aseguró que, evidentemente, el Catem no tenía las condición de un hotel, pero insistió en que sí reunía “las condiciones básicas para albergar migrantes”.
Negó que se les hubiese dado un mal trato. Alegó que en un principio se les negó la salida y se les quitó los pasaportes por la propia seguridad de los migrantes.
“Al principio nos daba miedo que personas tan vulnerables cayeran en manos de una red de trata o de tráfico de personas. Nuestra principal razón, al principio, fue asegurarnos de que las personas estuvieran bien. Conforme pasaron los días, se fue entendiendo más la dinámica y se empezó a flexibilizar esas medidas para que las personas pudieran tener verdaderamente satisfechos todos sus derechos”, afirmó Badilla.
El jerarca también reconoció que a esos migrantes, si bien se les otorgó un estatus migratorio, no se les facilitó un carnet de identidad, pese al fallo de la Sala IV. Adujo que ellos se negaron a solicitar refugio y, en consecuencia, no se les brindó un permiso temporal para buscar trabajo y reinsertarse en la sociedad, pero si lo hacen, se les otorgará. También dijo que pueden optar por un Dimex, pero que ese trámite tiene un costo asociado.
Recalcó que, si alguno tiene problemas para realizar algún trámite, debe pedir ayuda a la Dirección de Integración, de la Dirección de Migración.
“Puede que tenga toda la razón, que algún banco o institución le ponga alguna traba, pero justamente en esos momentos es cuando ocupamos que nos informen para que la Dirección de Integración se comunique con esas instituciones y pueda coordinar todo lo relacionado a la petición que están haciendo”, manifestó Badilla.
Cuando se le cuestionó que eso no fue lo que sentenció la Sala Constitucional, dijo que iba a ver cómo atendía la situación.
