Un graffiti color azul sobresale en la que hasta hace poco fuera una pulcra pared blanca. “Los skinheads no somos nazis. Edúquense”, dice la frase que se lee frente a una parada de taxis al costado oeste del parque Kennedy, en San Pedro de Montes de Oca.
En el mismo muro hay varios símbolos ilegibles. Antes, en esa misma pared, artistas callejeros y otros menos artistas han dejado su huella. También se han plasmado los símbolos de barras bravas del futbol local y una que otra declaración de amor de un romántico inspirado que tuvo a mano una lata de spray.
Esta frase azulada poco tiene de romántica; es más bien un capricho reivindicativo, un grito que clama por comprensión. “Lo escribí hace ratillo, cuando andaban hablando de esto (de los skinheads) en la calle; tenía chicha, usted sabe, y de camino a un bar me dio por poner eso ahí... Y no es que yo ande rayando paredes, pero es que esos maes se están paseando en la escena”.
El que habla es el responsable del graffiti, que se confiesa sin miramientos. Es un joven veinteañero que ha pasado por varios oficios informales desde que lo despidieron de su último trabajo estable, hace tres meses. Como la mayoría de sus amigos, tiene la cabeza rapada al ras, y lleva una camisa estilo polo y unas botas tan vistosas que pecan de matonas.
El calzado le costó “un ojo de la cara”, según comenta, pero nunca ha lamentado la inversión que hizo. Por el contrario, se enorgullece de haber ahorrado, a lo largo de varias quincenas, los ¢60.000 que le costó el par. Cuando reunió esa suma, se dio el gusto de llevárselo a casa. Ya las botas están muy maltratadas de tanto uso pero sin ellas, dice, su identidad no sería la misma.
Su graffiti apareció en San Pedro la misma noche de abril en la que otro joven declaraba con orgullo que pertenecía a un grupo de skinheads neonazis ticos. Hacía gala de ello en medios impresos, radiofónicos y televisivos horas después de que lo hubieran despedido de la Fuerza Pública, donde laboró casi tres años.
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Así, Ronald Javier Herrera Borges se ganó sus “15 minutos de fama” tras la difusión de imágenes suyas en las que ondeaba la bandera del nacionalsocialismo y aparecía fumando por fuera de una delegación policial.
Mientras que medio país hablaba del tema en tono de burla, de desazón y de preocupación, los skinheads –muy alejados del parecer del polémico expolicía– veían la noticia con otros ojos. “Ese día me dio rabia que, una vez más, hablaran de los skinheads en las noticias solo por alguien que ni siquiera puede calificarse como uno de nosotros, porque no lo es”, dice el mismo joven del graffiti en una conversación que discurre a pocos metros de un concierto de punk y hardcore donde se reuniría con “colegas” de su causa un domingo de estos.
La queja es la misma que repiten sus compinches: cada vez que se escucha la palabra skinhead se le asocia inmediatamente con el racismo y el nazismo. Así piensa Maricruz López, de 33 años de edad y quien es una skinhead girl desde que su adolescencia estaba por acabarse. “¿Para qué vamos a explicarnos de nuevo? La gente nunca entiende, y por más que intentemos hacer aclaraciones, te siguen señalando. Lo digo por experiencia”, comenta.
Ella se sabe completa la historia del movimiento al que sigue desde hace años; también es conocedora y fiel practicante de los cánones estéticos que abrigan a los skins. Por eso, su cabeza no está afeitada como la de los hombres; la suya más bien tiene un corte tipo “chelsea”, propio de la tradición inglesa. Es particular y llamativo por su pronunciada pava (fleco), dos mechones largos a los lados y la coronilla con corte bajo.
“Lo que nos diferencia como skins no es solo la apariencia, sino el paquete completo: la ropa, la música, la actitud y la ideología son lo que nos hace diferentes a todos los demás. Se podría decir que somos rudos y orgullosos”. Añade luego que su discurso se centra en buscar un futuro mejor por medio del trabajo y el esfuerzo individual para progresar.
Maricruz explica que –independientemente del país donde estén–, el movimiento se caracteriza por su espíritu rebelde de no aceptar a ojos cerrados lo que el sistema le impone a la sociedad. Así lo comprobó ella misma cuando viajó a Europa para conocer a la agrupación en países como Inglaterra, donde se sembraron las primeras semillas de este movimiento contracultural.
Se acababa la década de los años 60, cuando un sector de la insatisfecha juventud londinense daba sus primeras muestras de diferenciación. Nació influenciado directamente por el ska jamaiquino y el soul estadounidense, lo que hacía que la música tuviera un gran peso en su razón de agruparse. Usaban camisas de vestir, pantalones ajustados por encima de los tobillos y no escatimaban en brillo al lustrarse los zapatos.
En 1969, el término skinhead se acuñó por primera vez. Sin mayor ciencia, hacía alusión a las cabezas de los varones de la clase obrera, que lucían estrictamente afeitadas. Primero usaron la navajilla #4, hasta llegar a “la 0”, con la que no se asomaba un solo pelo.
“La idea era verse duro y elegante, no como un huevo con orejas”, escribió en su momento George Marshall, autor de El espíritu del 69, considerado por muchos como la principal referencia literaria en este tópico.
En la época, “era una regla ser antirracista, adorar tus (botas) Dr. Martens, bailar más fuerte que nadie y tener la actitud correcta en la cabeza y en el corazón”, explica el documental Skinhead Attitude, del director Daniel Schweizer, al hablar de los orígenes del movimiento. Las primeras reuniones entre miembros informales se gestaban en conciertos y en bares nada populares.
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‘A la tica’
Aunque sucedió en épocas diferentes, en Costa Rica la presencia skinhead comenzó de forma similar: debido al hartazgo de jóvenes infelices con la situación económica y social del país. Aquí, la versión criolla del movimiento comenzó a observarse de forma solapada a mediados de los años 90.
La psicóloga social Alexandra de Simone explica que, en su condición de subcultura, la de los skinheads se vive en Costa Rica con un sentido de apropiamiento muy criollo, aunque implique un ideario y un proceso histórico de cómo ocurriera en otro lado.
“Las reglas de la tribu son una serie de valores, creencias y mitos comunes que son propios, atraídos por un sentimiento de seguridad y de certidumbre que no encuentra en otro lugar que no sea con la gente que entiende sus mismas cosas”, dice de Simone.
Varias fuentes apuntan a que Hatillo fue la cuna de los primeros skinheads locales. Importaban música al menudeo, mandando dinero por correo postal y recibiendo casetes semanas después, para la autocomplacencia del oído. Las carátulas y contraportadas sirvieron de referencia de cómo se veía el movimiento en el extranjero, mientras que las letras comenzaron a reforzar ese ideal antisistema.
Por esos mismos días, comenzaron a aparecer también las botas (casi siempre mandadas a hacer) y hubo réplicas musicales con bandas como Teatromocracia, que con su hardcore se volvió atractivo para la escena tica, la cual se movía a un nivel clandestino.
Augusto Brown fue de los primeros que atestiguó cómo se daba aquella germinación. Hoy tiene 33 años de edad, pero se acercó al pensamiento skin desde los 20.
El josefino logró superar la barrera de seguir activo como skin después de convertirse en padre, una coyuntura en la que otros deciden dejar de lado las botas y la aversión por el sistema. Recuerda, como si fuera ayer, los tiempos en los que se armaban pleitos entre los cabezas rapadas de diferentes sectores del país. Sucedía en Hatillo, en Tibás y en Heredia.
“Era un grupo celoso y muy cerrado, que no te permitía andar botas si no sabías el motivo del movimiento. Había lugares donde uno sabía que no podía llegar solo. Todos los días había que pelear porque usábamos pantalones militares y botas, y eso siempre le molestaba a los policías. Entonces, nos perseguían hasta por eso”, dice, aceptando que la violencia es un elemento inherente a esta tribu urbana. “Somos violentos porque defendemos nuestro espacio. Cuando hay pleitos con otro grupo es porque desecharon el concepto de sanidad o el principio de familia, pero no somos de andar golpeando a la gente solo porque sí”.
A la conversación se suma Jairo G., quien es propietario de una tienda de discos y mercadería de bandas del gusto de los skin ticos. “Lo importante entre nosotros es el respeto, la lealtad, la honestidad y la lucha ante la vida. Antes, era más difícil agruparnos porque la gente pensaba que éramos satánicos. Creo que decir que somos apolíticos es ofensivo. Pero siempre y cuando un skinhead no sea nazi, la posición que tenga es válida”.
Sobre el tema, Maricruz acota: “La violencia se relaciona con el orgullo y con no dejarse de nadie. Mientras sea justificada como defensa propia, está bien”.
División interna
La asociación con el nacionalsocialismo se le achaca a los skinheads desde los años 80. Cuando el movimiento se dividió en dos polos a nivel internacional, muchos de los jóvenes de esta agrupación le perdieron el miedo a la fuerza policial y al contacto físico, con lo que se abrió paso a una atracción por la violencia y la provocación.
En Inglaterra, la policía, la prensa y el gobierno de Margaret Thatcher se encargaron de dar una cara negativa al movimiento, al ligar a sus miembros con cualquier crimen que ocurriera en las calles. A la vez, los jóvenes más radicales fueron utilizados como peones de la política, principalmente por el partido inglés National Front, que no solo era nacionalista sino también xenofóbico. Antes de ese período, ningún skinhead se había involucrado en la política, ni siquiera había mostrado interés por ella.
Lo que vino como consecuencia de la fragmentación fue una lucha sin tregua por la dignidad. En una trinchera aparecían los recientes miembros del ala de extrema derecha –a los que se les apodó boneheads para evitar llamarlos skins–, mientras que al otro lado se agrupaban todos los que se oponían a la discriminación.
Desde entonces, cobraron fama los pleitos callejeros y los skins se convirtieron en una especie de combatientes con las botas y los puños como arma favorita. Una vez más, en Costa Rica se repitió el patrón, aunque dos decenios después y a menor escala.
A pesar de recurrentes períodos de orden y desorganización interna, el movimiento local ha crecido a cuentagotas. Actualmente, en el país se contabilizan cerca de 250 skinheads activos, entre los que se agrupan algunos Sharp (skinheads contra los prejuicios raciales, que nacieron para combatir a los neonazis), unos pocos Reds (o de tendencia comunista o anarquista) y los que se proclaman neutrales o apolíticos. En el otro frente, se cree que hay alrededor de 80 skinheads que se autocalifican como neonazis (ver recuadro).
La agrupación se ha expandido, incluso con representaciones en regiones como el Pacífico Central, donde unos pocos miembros intercambian libros y asisten a reuniones donde hablan sobre la ideología, confiesa Samir Darwiche, de Orotina. “Estamos unidos con lealtad y disciplina”, dice el joven, quien solo se deja crecer las patillas para darles forma de bota.
Actualmente, en el plano musical, la banda local Bastardos Oi se ha convertido en fuerte representante de la música icónica de los skins. Y ya no es necesario mandar a hacer botas ni importar la ropa de las marcas favoritas del movimiento.
Maricruz, Jairo y Augusto coinciden en que, tanto aquí como en otros países, muchas personas entran al movimiento por moda y duran pocos meses antes de salirse sin pena ni gloria. Los que se quedan “lo hacen por convicción y porque lo sienten de corazón”, dicen, agregando que la mayoría de los integrantes proviene de niveles socioeconómicos bajos y medio-bajos, y, en muchos casos, de familias con problemas.
Por lo volátil y heterogéneo del grupo, hay skinhead girls como Maricruz, que en ciertas ocasiones han publicado revistas informativas sobre el movimiento con la intención de evitar que se multipliquen los skins racistas y lograr mantenerlos como una minoría.
Mónica Pino, de nacionalidad colombiana, asegura que Costa Rica es dichosa al no tener manifestaciones de miembros neonazis más allá de Internet. “He vivido en Colombia y también en Estados Unidos. Acá es menos violento, no se viven represalias ni hay víctimas mortales por las peleas. En otros países, algunas figuras políticas se meten con la agrupación y la usan para su beneficio”.
'Muchos se alejaron por lo que me pasó’
Un día después de la entrevista para este artículo, el expolicía Rónald Herrera se estrenaría en su nuevo trabajo como animador de eventos (karaokes, quinceaños y reuniones sociales). Le tomó cuatro meses conseguir empleo, tras ser rechazado –en repetidas oportunidades– en distintos puestos para los que aplicó. Durante este tiempo, solo tuvo trabajos temporales como vigilante de bodegas y cuidador de carros.
En abril pasado, salió despedido de la Fuerza Pública, con lo que se acabaron sus noches de uniformado. “Me están acusando de nazi, racista, xenofóbico y de discriminar gente, pero es a mí al que están discriminando y me están haciendo pasar un mal rato con familiares y amigos, solo porque yo pienso y soy diferente”, dijo en aquel momento en una conversación con La Nación.
Hoy está esperando que se resuelva un recurso de amparo que interpuso por su despido. Además, afirma que no es racista sino más bien “racialista”, un término propio que utiliza para explicar las diferencias. “El racismo es el odio hacia otras razas, mientras que el ‘racialismo’ es querer lo mejor para mi raza a través de una lucha.
Todavía sigue defendiendo los mismos ideales, aunque estos le hayan costado su cargo como policía. “Yo sigo la lucha que he tenido por mi país, buscando un mejor futuro para mis hijos... y así voy a seguir hasta que me muera”, comenta ahora muy seguro.
Según él, el movimiento del que forma parte salió afectado cuando su cara y torso –tatuado con esvásticas y otros símbolos del Tercer Reich– se publicaron en varios medios de prensa locales. La impopular respuesta que consiguió terminó alejando a varios miembros del “movimiento skinhead nacional socialista de Costa Rica”.
“Es un tema bastante delicado. Ha habido quienes tienen problemas con sus familias o necesitan cuidar su trabajo. Igual seguimos existiendo, pero ya no podemos reunirnos como antes, en el centro de San José. Ya uno no puede andar libremente porque, para todos, uno es el malo de la película . Si usted se tatúa una esvástica, se convierte en lo peor de lo peor... una escoria, una lacra”.
Herrera reconoce que la facción neonazi es pequeña en el país; con más razón ahora, después de que se dispersó y se redujo significativamente. Según sus cálculos, son cerca de 80 personas las que comparten su posición.
Se comunican por correo electrónico y, esporádicamente, se reúnen a conversar. Además opina que “los otros skinheads” no son 250, como dicen sus miembros, sino más. En lo que coincide con sus “oponentes”, es que cada vez que se topan, terminan enfrentándose de forma irremediable.
“Cuando sabemos que ellos están ahí, no nos queda más que alistar puños y botas”. “Lo que ellos buscan es destruirnos, por eso pelean con nosotros. En cambio nosotros peleamos contra ellos por honor, porque somos muchos menos, pero al final lo que importa no es la cantidad sino la calidad”.
Los skinheads tradicionales aseguran que sus contrapartes (como Rónald) no merecen recibir el mismo apelativo que ellos y los consideran una amenaza, tanto para el movimiento como para el país.