
Las cosas como son. Cruel y despiadado. Eso y más, pero nunca un vampiro. Menos un chupasangre. Para su desgracia cayó en las manos de un fantasioso literato irlandés que fue peor a ser empalado.
En el siglo XV la vida era dura; y aún más por donde hoy está Rumania y Hungría; y tener de vecinos a los otomanos, empeñados en engullirse de un tirón los huesos de la vieja Europa.
Por aquellos días la ley era la espada; Vlad Tepes III, voivoda de Valaquia, aplicaba a la perfección el silabario del tirano.
Como era hijo de Vlad Drakul a Bram Stoker se le ocurrió inspirarse en ese apelativo para crear al Conde Drácula, el segundo personaje literario más filmado en el cine.
El príncipe Vlad defendió las fronteras de su reino frente a la amenaza otomana; alcanzó celebridad por su brutal sentido de la justicia y los métodos sanguinolentos de exterminio humano.
En el siglo 19 poetas y pintores rumanos avalaron su tiranía, justificando sus crímenes por la crueldad de aquellos tiempos y su lucha nacionalista contra los turcos y los nobles boyardos.
Tanto así que en 1976, con ocasión del quinto centenario de su muerte –en diciembre de 1476–, el régimen comunista de Nicolae Ceausescu lo declaró Héroe de la Nación. ¡Vea usted!
Los méritos de Vlad para ganarse el infierno fueron bastantes, en especial por su afición a comer entre bosques de víctimas agonizantes, atravezadas con estacas clavadas al suelo, como pinchos vivientes.
Vida oscura
La infancia de Vlad fue dura y cruda. Nació en 1431, entre noviembre y diciembre, en la ciudad burgo-rumana de Sighisoara; fue uno de los tres hijos legítimos de Vlad Dracul.
Este noble enfrentó a los otomanos; el rey de Hungría –en pago a tanto sacrificio– le cedió extensas propiedades en la región de Transilvania. El padre pertenecía a la Orden del Dragón, un grupo de nobles bastante pendencieros.
A los 13 años Vlad -y su hermanito Radu- fue como rehén a la corte del sultán; cuando regresó a Valaquia se enteró que al padre lo habían apaleado hasta morir. Al otro hermano, Mircea, le fue peor, lo cegaron y enterraron vivo.

Con 17 años Vlad asumió el trono de Valaquia, pero de manera efímera. La segunda vez fue a los 25 años; en ese periodo labró la espantosa leyenda de que goza.
Lo primero que planeó fue eliminar a toda la oposición interna. Los fanáticos del Juego de Tronos recordarán la famosa Boda Roja, descrita en los pasajes del libro Tormenta de Espadas de George R.R. Martin. Esa “matatinga” es similar a la que realizó Vlad para desbrozar el terreno.
Invitó a 500 nobles a una gran cena; después de la comida los capturó. A los ancianos, mujeres y niños los empaló, esta era su técnica favorita de tortura aprendida mientras fue rehén de los otomanos.
Envió a jóvenes a trabajos forzados en la construcción del castillo de Poenari. Unos murieron de camino y otros en las obras.
Después siguió con los comerciantes sajones que controlaban las redes comerciales. Eliminó sus privilegios, arrasó las ciudades y –si los historiadores no son una bola de mentirosos– mató a unas 30 mil personas.
Fama sangrienta
Los retratos existentes le hacen un flaco favor a Vlad; se nota a la legua que era un hombre de pocas pulgas. De estatura mediana, corpulento y musculoso, nariz de águila, rostro rojizo y alargado, pestañas largas, ojos grises y enormes, cejas negras, pómulos salientes, melena negra ensortijada y un bigote como el manubrio de una bicicleta.
Todo él inspiraba espanto y lo apuntalaba con su manía por clavar en estacas a quien lo viera feo: gitanos, ancianos, hombres, mujeres, niños, vagabundos, sirvientes, bebés. Nunca le hizo ascos a ninguna víctima.
Si bien sus detractores le endosan unos cien mil muertos, eso no es nada al lado de los que se cargaron en el siglo 20 fulanos como: Stalin, Hitler, Mussolini, Mao Tse Tung, Pol Pot; faltaría Harry Truman con sus dos bombas atómicas sobre Japón, que mató a 277 mil personas de un plumazo.
El tal Vlad III pudo ser un genocida, pero lo único cierto es que no fue Drácula; solo que cuatro hechos motivan la confusión: la novela de Bram Stoker; las leyendas ancestrales de chupasangre propias de su tierra natal; sus manías criminales y su misteriosa muerte.
Los otomanos lo mataron a traición, en diciembre de 1476; lo decapitaron y conservaron la cabeza en miel y después la pincharon con una lanza para exhibirla como trofeo. El que a hierro mata, a hierro muere.
Lobos del hombre
La crueldad de Vlad Tepes III –el empalador– fue la norma más que la excepción, si se toma en cuenta que hubo otros monarcas sanguinarios y la vida dependía del gusto del vencedor.
En el siglo XV los ejércitos arrasaban con las aldeas y sus ocupantes; ejecutaban a los civiles sin distinguir sexo ni edad, confiscaban víveres, saqueaban palacios, templos y casuchas.
Violaciones masivas, depuraciones étnicas, infanticidios, desolación, miles de personas mutiladas, deportaciones, trabajos forzados, todo era poco porque el que ganaba, se llevaba todo.