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Diego Armando Maradona falleció el pasado miércoles 25 de noviembre. Foto: AFP. (FILIPPO MONTEFORTE/AFP)
Murió, como un pájaro sin luz. El futbolista más grande de la historia fue libre en la cancha; afuera un esclavo. Rehén de sus pasiones, genio imperfecto. Su vida fue un pozo de sombras. Abracemos al hombre y perdonemos al genio.
De no haber sido jugador de fútbol, habría trabajado en un circo, haciendo malabares con el balón, porque era capaz de colocarlo adonde quería, contradiciendo las leyes de la física.
Una vez que la bola de vividores -a los que se enfrentó en vida- terminen de endiosarlo o endemoniarlo, podrán apreciarse con seriedad las cualidades físicas y mentales que hicieron de Diego Armando Maradona un dios pagano del fútbol.
Apenas medía 1,65 m -y de puntillas-; poseía una rapidez física y mental insólitas, una impecable motricidad fina que le permitía conducir el balón por la gramilla como si estuviera cosido al botín y hacer orfebrería con el pie izquierdo.
Hasta los bordes de la galaxia llegó la noticia de que “El pelusa” pateó el balde, el miércoles 25 de noviembre; opacó en el planeta Tierra las noticias de la pandemia y las del Día de la No Violencia contra las Mujeres.
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Lo último llenó de rabia a sus detractores, quienes vomitaron todo el odio contenido contra Maradona, quien en vida tuvo parejas por toneladas, hijos no reconocidos, fue agresor inveterado y un malandro.
Así son algunos genios. Mahatma Gandhi era un machista; Albert Einstein, un mujeriego; Dostoyevski, un jugador y dilapidador; Rosseaw, abandonó en un orfelinato a sus seis hijos. Maradona fue un pan dulce a la par de esos mitos.
Es innegable que tenía las maneras de un pelotudo; comentarista televisivo ácido; amigo de dictadores; ídolo mediático merced a sus desgracias personales, adicto a las drogas y enemigo público No 1 de la rosca de la FIFA.
Dios de barro
Se le perdona todo, a quien no se le perdona nada. Los maradonianos creen, que su deidad desencarnó y está en otra dimensión, donde los partidos son sin árbitros y se permiten goles con la mano.
Así en la tierra, como en el cielo, Diego Armando nunca conoció límites para sus ocurrencias; vivió a todo mecate y nada se negó: lujosos carros, yates, mansiones, joyas, relojes, islas privadas, hoteles fastuosos y mucha, mucha droga.
En el campo de juego era un profesional consumado. Siempre optimista, valiente, atrevido, y las imágenes lo recuerdan: sangrando, embarrialado, lesionado, corriendo como un poseído, eludiendo rivales y anotando goles imposibles.
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Como los héroes mitológicos, la historia de Maradona comienza de manera extraña. Un sábado de marzo, del año 69, llegaron al Parque Saavedra -en Buenos Aires- un par de zarrapastrosos: Goyito Carrizo y Dieguito, un petiso.
Fueron a probar suerte en Las Cebollitas - el equipillo infantil de Francisco Cornejo- un cazatalentos argentino. Goyito le dijo: “Profe, mi amigo es mejor que yo”. Ese día el niño hizo prodigios con el esférico y fue la epifanía.
Tras las consabidas peripericias debutó el 10 de octubre de 1976, a diez días de cumplir 16 años, con el Argentino Juniors. Después, solo la parca lo bajó del carrusel de la gloria, con un paro cardiorrespiratorio.
Debido a su juventud, César Luis Menotti, no lo convocó a la selección albiceleste para el Mundial de Fútbol que ganó Argentina en su patio - en 1978- mientras la dictadura militar torturó y desapareció a miles de opositores.
Carne débil
Los exégetas futboleros debatirán -hasta el Juicio Final- si Maradona fue el non plus ultra del balompié. La misma cantinela: unos van por Pelé, otros por Di Stefano, muchos por Ronaldo, algunos por Cruyff, la mayoría por Messi.
Todos eran talentos naturales, pero Diego Armando fue un genio, lo cual equivale a decir que podía realizar prodigios negados al resto de los mortales, plasmar sobre el césped proezas divinas y hacer lo que le viniera en su real gana.
Ese poder lo consumió. Pasó de la niñez a la adultez, sin vivir la juventud. Se rodeó de una serie de atorrantes, caretas, chorros, maquiavelos y papel picado.
Poco se podía pedir al quinto de los ocho costrosos que parió Doña Dalma Salvadora “Tota” Franco, con la ayuda de Diego Maradona, de oficio lanchero en Villa Florito, una villa miseria ubicada en el conourbano boanerense.
El pebete vino al mundo el 30 de octubre de 1960; en una casa de ladrillos y latas oxidadas, al final de un laberinto de calles en carne viva. Por ahí corría, sorteando los caños malolientes, tras una pelota imaginaria.
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Ahí forjó una personalidad dividida. Venenoso y generoso. Humilde y ostentoso. Comunista y capitalista. Irrerevente y rebelde.
El 22 de junio de 1986 marcó, en el Mundial de México y ante Inglaterra, los dos goles más espectaculares del fútbol: uno con la mano y otro después de correr 52 metros en 10 segundos, y dejar a seis defensas ingleses con la lengua afuera.
La muerte del ídolo abrirá una rebatiña familiar por su fortuna, estimada en casi 100 millones de dólares. Sus mujeres Claudia Villafañe, Verónica Ojeda, Valeria Sabalain, Cristina Sinagra y la juvenil Rocío Oliva querrán arañar algo.
De ocho hijos solo reconoció a cinco: Dalma, Giannina, Diego Fernando, Jana y Diego Junior. Dicen que en Cuba viven tres más.
Pasarán los días Maradona solo será una sombra, y su vida -como el tango-un sentimiento triste que se canta.
Palabras de un mito
“Sólo les pido que me dejen vivir mi propia vida. Yo nunca quise ser un ejemplo.”
“No voy a dejar nada… Todo lo que gané en mi vida lo voy a donar.”
“Tampoco muerto encontraré la paz. Me utilizan en vida, y encontrarán el momento de hacerlo estando muerto.”
“Fui, soy y seré un drogadicto.”