
Si hubiera escuchado a los críticos, jamás habría pasado de cantar en los bares, por un trago y un cigarro. Los sabiondos franceses lo masacraron, se burlaron de su voz, de su aspecto, de las canciones y solo faltó que lo guillotinaran.
Todas sus miserias las exorcizó en Je m’voyais déja, donde cantó sus avatares en las calles de París, sus pininos en la música, sus deseos frustrados y la ambición por el éxito.
Abandonó los estudios para peregrinar –con su hermanita– por los cafetines parisinos con tal de ganar la pitanza cotidiana. Para justicias, el tiempo. Al cabo de 70 años, las universidades pujaban por concederle un doctorado honorario.
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Como no era guapo y, para peores, flaco y chiquitillo, lo menospreciaron. Según los doctos y especializados, carecía de talento para triunfar.
Era cierto que sus letras chorreaban sentimentalismo, carecían del ácido de George Brassens, tampoco poseía la majestuosidad de Jacques Brel o el dolor milenario de Édith Piaf.
Aún así, tuvo la dicha de ver caer a todos sus detractores y, de paso, grabó 1.400 canciones –compuso 800 de ellas–, produjo 300 discos y vendió más de 200 millones de álbumes.
Llenó salas de conciertos en todo el planeta, filmó al lado de las más grandes estrellas del cine y cantó hasta los 94 años.
Solo la muerte –el 1.° de octubre– calló a Shahnourh Varinag Aznavourián Baghdassarian, conocido por tres generaciones de melómanos como Charles Aznavour.
Callada quietud
Los padres de Charles, Mischa Aznavourian –barítono– y Knar Bagdassarian –actriz– escaparon del genocidio armenio en 1915, donde el gobierno de los Jóvenes Turcos exterminó a millón y medio de personas.

De camino a Estados Unidos recalaron en París y ahí nació, el 22 de mayo de 1924, el futuro chanteur. Después llegaría su hermanita Aída y la familia montó un restaurante; entre plato y plato, Mischa sacaba lágrimas a las mujeres que acudían a oírlo cantar en su melodioso idioma natal.
Así, de oídas, Charles hizo sus primeros gorgoritos; abandonó los estudios a los 10 años. Pasó una infancia muy apretada, porque sus padres insistían en darle comida gratis a los más necesitados.
Los Aznavour protegieron a prófugos del nazismo en la Segunda Guerra Mundial y formaron parte de la resistencia francesa.
En principio, Charles quería ser actor y con su hermana probó en pequeñas obras, con más pena que gloria. A los nueve años, compuso su primera canción y conoció al pianista Pierre Roche; esa mancuerna empató con Edith Piaf y formaron un triángulo de “primitos”, con matices lujuriosos.
El trío se marchó a Estados Unidos y Canadá; debido a los reclamos familiares regresó a Francia y, pese a las rigurosas críticas, su fama creció y en 1953 tocó las estrellas con su presentación en el Teatro Olympia.
Desde ese día, nadie lo pudo apear del carruaje del triunfo; cantó y actuó con todas las figuras que conformaron la mitología del cine y la música en el siglo XX.
Tristeza sin fin
Si Charles tuvo una amante, esa fue la música. Los chupatintas le crearon romances, con el ánimo de agregar más dulce a sus almibaradas piezas.
El lance más cotorreado fue con Edith Piaf. El gorrión de París –esperpéntica como él– lo traía como el chiquillo de los mandados. Lo apodaba “el morenito de la nariz fea” y él se la operó cuando comenzó a ganar un poquito más.
La hermana de la Piaf, Simone Berteaut, contó las bromas pesadas y humillaciones que afrontó Aznavour en los ocho años que compartieron. “Pobre Charles, qué calvario padecía”.
Otra conquista fue Liza Minnelli. La nariguda estadounidense tenía 17 años y él, 39. Ella era una desconocida y fue un amor juvenil; duraron un año y, al final, se separaron como buenos amigos.
“Una noche vino a verme a Broadway y, dos días más tarde, surgió la chispa en un cóctel en el que me reconoció que quería ser como yo. Una adulación muy natural para una chica de su edad”.
En realidad a Charles solo lo emocionaba cantar. Se casó en tres ocasiones: Micheline Rugel, Evelyne Plesis y Ulla Thorsel, con quien vivió 51 años. Engendró seis hijos, uno de ellos, Patrick, murió a los 25 años.
Con su habitual y particular sentido del humor confesó sobre sus matrimonios: “La primera vez era demasiado joven; la segunda, demasiado estúpido; la tercera, me enseñó el significado de la tolerancia”.
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Deseó ser recordado más por su trabajo que por su nombre y que sobre su tumba escribieran: “Más versos”. Lo mejor sería grabar, como en su canción: C’est fini. Se acabó.
Hijo de la calle
La estrella de la canción mundial, Charles Aznavour solía recordar la humildad de sus orígenes; lamentaba carecer de estudios, si bien recibió decenas de doctorados, condecoraciones, premios y cuantos lauros se le podían conceder.
Estaba al día con los acontecimientos mundiales y extraía de las noticias temas para sus canciones. Así se fabricó una cultura personal. “Nadie me la enseñó, no tuve maestros”.
Las pasó duras y maduras por confiar en los demás: “He sido estafado, robado, vendido, pero no importa. Nunca le hice daño a nadie”.