“Al lugar donde has sido feliz es mejor que no trates nunca de regresar”, cantaba Miguel Ríos, en el 89. Ya entonces, en mis tempranos 20’s, esa canción me sacudió y me hizo caer en cuenta de que ese cruce de los 70 a los 80 había sido totalmente mágico, aún cuando yo era una chiquita de escuela que se solazaba viendo a mi hermana mayor, Lucía, y a sus compañeros, entre ellos a Daniel Mata Acuña y Annia Ulate Alvarado, ellos entonces en primer año del cole, emulando las coreografías de John Travolta y Olivia Newton John en Grease.
Ya desde mucho tiempo antes (mucho tiempo antes, en ese antes, significa solo unos meses antes… eso pasa cuando uno tiene 10 años) Daniel Mata se había convertido en una celebridad criolla en mi Juan Viñas hermoso, en aquel momento, un poblado de caseríos dispersos en una geografía dispareja llena de cuestas, plazoletas, potreros, café, caña, pulpes, cantinas y el salón de Yoya, por supuesto.
Daniel era, a sus 14 años o por ahí, un émulo de Travolta con su ‘look’ total, el pelo engominado, el jeans y las chaquetas pero, principalmente, porque bailaba a la perfeccción las canciones del entonces naciente ídolo.
Travolta, Olivia N.J., los Bee Gees y una gran generación de relevo proveniente de los años 60’s-70’s, nos traspasaron como si nos hubieran inyectado toda esa música y su moda por vía intravenosa, con efecto inmediato.
En Juan Viñas, como en el resto del mundo occidental, todo cambió en ese cruce de decenio. Yo era apenas una escolar, pero pronto me convertí en fan número uno de la música pop.
Era todo un revoltijo. Mientras consumíamos a Travolta y lo que se venía al final de los 70’s, ya la chiquillada/juventud del momento se revelaba (nos revelábamos) contra una guerra ajena que apenas nos tocaba a los ticos, a la gran mayoría, como un fenómeno pop: nos volvimos sandinistas –sin poner una gota de sangre, eso sí– pero andábamos fascinados cantando a los Mejía Godoy y arengando pañoletas rojinegras en favor de la Revolución nicaragüense en contra de Somoza.
Esa guerra la perdimos, después de ganarla, muy pocos años después, cuando atestiguamos lo que ocurrió con los ideales de la Revolución que acopiamos como nuestra a puros signos externos, obvio, a pura euforia, pañoletas rojinegras, reuniones secretas cómo si tuviéramos al FBI respirándonos en la nuca ( o a nuestros tatas, que era casi lo mismo), ellos en el afán de cazar “comunistas”… como fuera, esa guerra la perdimos... ya todos sabemos lo que pasó después y que, de paso, nos despojó de un trallazo aquellos sueños adolescentes anti-tiranía.
Pero la otra guerra, NO. No la de la música. La música es inmortal, cada quien se mimetiza con su época o con la que sea. Los ochenteros somos un poco-bastante absolutistas con respecto a que no ha habido ni habrá una gesta como la que lideraron John Travolta, Boney M, Olivia Newton John, Donna Summer, Bee Gees, Michael Jackson, Rick Astley, Jimmy Castor Bunch, Irene Cara, James Brown, Madonna y otra gama extraordinaria de estrellas que irrumpieron en ese momento y lograron darle un nuevo aire a los aún añorados momentos de la revolución juvenil de los años 60.
A como yo lo percibo, después de haber crecido en la primera infancia hablando de los Beatles y de todo lo ocurrido en los 60’s, esto que se venía era el asomo a un verdadero nuevo mundo de cultura popular.
Y vaya que lo fue.
Han pasado 20, 30, 40 años.
Y así, cada generación se solaza hoy en sus playlists de Spotify, creyendo siempre que su época fue la mejor, la inigualable.
Yo no soy la excepción. La diferencia es que yo no estoy equivocada: la década de los 80’s fue y será de lo mejor que le pasó al siglo pasado.
Más aún, para quienes nos tocó llorar con las mielosas piezas de la película Grease, o hipereventilar con las piezas de Reo Speedwagon o de Me quitas la respiración… En ese tiempo, escribíamos diarios.
Eran libritos cerrados con candado (un candado tan cutre que cualquier papá lo habría abierto con un clip)… el clip vendría siendo la contraseña del email o redes 30 años después.
Hay imágenes de la música y la cultura pop que lo marcan a uno desde la adolescencia hasta el fin de sus días.
Porque la música y el amor-dolor-amor-ego morirán con nosotros. No importa si nacimos en 1930 o en el 2000. Eso sí es una elegía eterna. Por ahora, nos despedimos de cualquier época porque son las 11 de la mañana del domingo 4 de marzo del 2018, y hay que estar a la 1:30 en Leonardo’s.
Sí, Leonardo’s.
Tengo una sensación de vértigo. “Al lugar donde has sido feliz es mejor que no trates nunca de regresar”, me taladra Miguel Ríos.
Deshecho la idea de ir con atuendos brillantes. Opto por el negro habitual, pero sí remarco el maquillaje dorado y brillante en los párpados.
Labial discreto. No vaya a ser que me adelante una década e irrespete la memoria de mi adorada Selena Quintanilla con un fucsia mate que marcó los carnosos labios de los años 90.
Llego a la escena foránea, pasado el mediodía, y veo a decenas haciendo fila para comprar las últimas 200 entradas que quedaron disponibles, pues la mayoría se agotó no bien se oficializó la fecha del evento, parte de una iniciativa valientemente ingeniosa y maravillosa por parte de Mauricio Alvarado, ficha sempiterna del Canal VMLatino y experto en esto de los cruces de generaciones musicales, sobre todo porque es un sabelotodo en música de esa que nos toca las raíces a las generaciones de los 60’s en adelante.
'Stranger Things'
A pesar de mi resistencia ante películas o series cuya línea argumental se basara en algo parecido a la ciencia ficción, finalmente, en las postrimerías del año pasado, sucumbí ante la serie de la que la gran mayoría de Netflixianos hablaban, y que yo miraba por debajo de hombro, Stranger Things.
Para qué lo hice.
La evocación a los años 80 es una producción tan perfecta que simplemente nos lleva a los años de la adolescencia, solo que acompañados, en el imaginario, por los chicos de E.T. y, en la actualidad (la de los años 80) por los chiquillos de Stranger Things que pusieron al planeta de cabeza.
Volvamos al futuro, mejor dicho, al pasado... en síntesis, al pasado-futuro.
Previo acuerdo como 10 semanas antes, mi hermana Lucía (quien salió avante tras un quebranto de salud que le colapsó casi todo el 2017) habíamos quedado en el acuerdo de ir, sí o sí (mientras sus circunstancias lo permitieran) a revivir un pedacito de nuestros maravillosos años 80.
Aclaración no pedida, acusación manifiesta: el regreso a pasado incluía los 70’s y 80’s, pero en nuestro caso, de los 70’s tuvimos solo unas cuantas referencias.
Entramos presurosamente al Centro Colón y, lo que me temía: no solo nos encontramos de plano con la Leonardo’s original, sino que justo en ese momento sonaba Twist of Fate, de Olivia Newton John y emblema del cierre de Stranger Things, la famosísima serie fantástica de Netflix que nos remonta, con todo detalle, a aquellas épocas impensables al día de hoy, donde no había comunicación instantánea vía celular y el planeta dependía de las verdades (o mentiras) de cada quien.
Mauricio Alvarado, de VMLatino y ejecutor de todos estos encuentros generacionales, desde hace dos años atrás, me habla mientras caminamos presurosos hacia Leonardo’s... exactamente en el mismo lugar, una réplica ya no en sepia, sino con el sello de su versión original, con su pista multicolor, sus esferas de cristales pero, muy por sobre todo, con sus DJ’s, varios de los cuales estuvieron en su momento, tres décadas atrás, en la Leonardo’s original.
No había llegado a la entrada y ya tenía tres nudos en la garganta: ‘Stranger Things’ ya había sido demasiado, pues resulta que, coincidentalmente, en ese retorno al pasado, lass pieza que nos recibieron fueron las que nos causaron demencia (de la buena) cuando nos volvimos adictos a la serie en cuestión.
La piel erizada no fue nada cuando, segundos después, cruzamos el umbral del tiempo y, ahora sí, nos habíamos devuelto 30 años atrás.
Las vestimentas eran parte de aquella ficción maravillosa, pero aquello no fue nada cuando la cosa empezó a calentar, a las 2 de la tarde en punto, como en las tardes juveniles de antaño, cuando Mauricio Alvarado encendió a la ya prendia audiencia con las preguntas de rigor en los conciertos de antaño. Más alládel ride de los saprissistas o liguistas, hábilmente Mauricio --conocedor de su audiencia-- pidió antes que todo, que se reportaran los solteros, los casados... y los divorciados.
En una suma-resta fácil, la euforia y la gritería se desbordaron cuando se preguntó quiénes eran los divorciados... ahí sí que se escuchaban los alaridos de los presentes.
Sin embargo, esta parte fue solo una “joda” típica de quienes manejan el escenario, aunque con una mayoría de concurrentes frisando los 50, quedó en evidencia que las correrías de la vida y el matrimonio no habían sido superados ya en la media décda.
Curiosamente, tal como ocurría en las tardes juveniles de la recordada discoteca Leonardo’s (hoy Vértigo, Centro Colón), el ligue existía pero para las dos últimas horas finales.
Aunque fanática de las mieles del evento, la prioridad era observar a la gallada presente y la dinámica y sí, efectivamente, aquí importan primero la música y las destrezas en la pista, que el flirteo como lo conocimos hace tantos años atrás.
Consecuentes hasta el fin
Aunque el evento era dedicado a las generaciones que vivieron su juventud temrana en los 70’s y 80’s, hay qué decir que, en aquella tarde juvenil de Leonardo’s, hubo de todo.
Para empezar, también hay que destacar que, en esta ocasión, la antigua disco fue calcada, totalmente, empezando por su pista multicolor.
Y no, yo acaso fui tres veces a Leonardo’s, estaba demasiado joven y vivía en Juan Viñas y/o Turrialba.
Sin embargo, la música lo puede todo. Nada más entrar, se confundieron los escenarios en nuestras mentes: ¿estaba el Leonardo’s o en el salón de Yoya, en Juan Viñas? Cuando la música se adueña de los sentidos y encima, nos devolvemos en el tiempo, pareció que a nadie le importaban las apariencias. Todos bailamos con todos la música disco, buggie, y los ritmos que nos enloquecieron antaño.
No hubo pudor. La enorme mayoría estaba enfocado en trasladarse a un pasado comunitaro del que todos salimos eufóricos, entusiasmados, revividos, felices y esperando la próxima cita con el pasado.
Muy a pesar de la sentencia de Miguel Ríos: “Al lugar donde has sido feliz es mejor que no trates nunca, de regresar”...