En el camerino del gimnasio Lionpack, en San Francisco de Dos Ríos, Josué Cubero termina de ajustarse los protectores de sus rodillas y codos. Lleva un pantalón deportivo rojo y una camisa negra sin mangas. El pelo castaño, largo y húmedo le cae a mitad de la frente; la barba espesa le endurece el rostro. No está listo todavía: faltan unos minutos para que se convierta en Tyler Hawk, su personaje de lucha libre.
El cuarto es estrecho, poco iluminado, de paredes pálidas. Josué, 29 años, está ensimismado. Los nervios, dice, hacen que sienta cómo caminan hormigas por su estómago. De reojo ve que la velada de lucha libre de la empresa Riot Wrestling Alliance (RWA), que se transmite por TUDN, está marchando bien.
En estos cuatro años que lleva en este deporte-espectáculo ha cumplido su sueño de niño: salir como su ídolo Triple H, repartir golpes y ganar el campeonato mundial.
El bullicio es ensordecedor. Los gritos del anunciador y el rock heavy metal crean una atmósfera chirriante, casi eléctrica. Las luces del gimnasio se apagan y un juego de colores transforma el ambiente. Por una pantalla gigante se proyecta un video con música y las presentaciones de cada luchador, como una versión local de los grandes espectáculos de la WWE de Estados Unidos.
El luchador se pone de pie. Hace un momento estaba en silencio, mascullando unas palabras. Era su ritual para terminar su transformación. No hay luces chisporroteantes que emanan de su cuerpo, como las de anime, pero se le nota algo distinto en la mirada: sus ojos verdes tienen una expresión fuerte, un brillo de ira contenida.
Es la hora. Tyler Hawk debe atravesar la cortina y subirse al ring.
Un espectáculo a escondidas
La lucha libre tiene décadas de practicarse en Costa Rica. Hay registros desde los años 60, en la escuela del Chaparrito de Oro, considerado padre de la lucha libre profesional en el país, y Luchamanía, una promotora histórica que lleva casi 40 años de montar eventos.
Sin embargo, si usted le pregunta al que tiene a la par si sabe que existe la lucha libre, es probable que no sepa –tal vez usted tampoco– sobre este tipo de shows. “Hemos sufrido tantos cambios estos años que estamos en el proceso de contarle a la gente que en Costa Rica hay lucha libre”, dijo Eric Gassmann, fundador de RWA.
Actualmente hay unas cinco promotoras (CWE, RWA, Luchamanía, PWR, entre otras) y unos 100 luchadores, pero ninguno vive de este deporte, dicen promotores y luchadores consultados.
Una tarde de mediados de noviembre, luego de ver una publicidad de RWA en Instagram, fui a uno de sus eventos. Sé que este deporte carga con lo de si es “real”. Para mí eso es lo de menos: siempre admiré cómo personas de más de 6 pies y 100 kilos hacían acrobacias entre las cuerdas. Y esas gestas –para mí extraordinarias– fueron lo que quise ir a ver.
En el auditorio había entre 80 y 100 personas. En el centro del gimnasio –en realidad de CrossFit– colocaron el cuadrilátero, con unas 30 sillas a cada uno de los lados. Sonaba rock y la mayoría de los asistentes usaba ropa negra y botas; varios hombres llevaban el pelo largo y camisetas de videojuegos.
Los golpes se escuchaban reales: los manotazos, las caídas, los lances en una pequeña lona sostenida por el metal y la madera, que crujía con los azotes. Lógicamente hay exageración de los que los reciben, pero en el cuerpo quedan las marcas que son difíciles de inventar.
Las peleas duran entre 10 y 15 minutos. Y aunque hay un guion que los luchadores deben seguir al pie de la letra (sobre lo que hablan, cómo actúan y las apariciones que hacen), las peleas son improvisadas. Es decir, entre ellos se alternan los movimientos que les gustan hasta terminar el combate. Lo único que saben con anticipación es quién va a ganar y cuánto tiempo tienen para el show.
Es una suerte de danza libre con golpes de por medio. Un jazzista, en su momento culmen, que se tira desde la tercera cuerda. Unos actores de teatro que se lanzan sillas de aluminio. El objetivo es el mismo: provocar algo tenue o profundo en el público. Pero algo al fin.
Quitarle la máscara al ídolo ha sido el sueño de muchos. Saber quiénes son esos hombres y mujeres más allá de sus trajes, cabelleras o maquillaje. Esos que se transforman cuando suena la música y traspasan la cortina.
La entrada de Tyler Hawk
El siete de diciembre, Tyler Hawk entró con una introducción de cantos gregorianos. Todo estaba oscuro y delante de él avanzaron cuatro enmascarados idénticos, con túnicas negras, que llevaban unas antorchas encendidas. Subió al ring con un aura oscura: se sacudió la cabeza hacia atrás para quitarse el cabello de la cara.
Desde sus 1,83 metros de estatura y 94 kilos de peso miraba con soberbia de arriba a abajo a sus oponentes, Nero del Rey y Evan Parker, en la velada Vendetta IV, el evento más importante de RWA, un eco de WrestleMania a la tica. Caminaba erguido, despacio pero con fuerza, levantando el cinturón a cada momento.
“Yo soy el campeón, esta es mi casa”, dijo, mientras se paseaba por el escenario.
Usaba una camisa negra con un águila en el centro y abajo la leyenda, con el mote que el público le corea en cada pelea: “Metal Yisus” (Jesús metalero). En el argot de la lucha libre es un “técnico” que pelea como “rudo”. Es decir, un “bueno” con métodos de “malo”. El público parece disfrutar de esa contradicción.
Nunca hay una sonrisa en su rostro ni un gesto simpático. Después de ganar una pelea –la mayoría de las veces gana– celebra con furia. Grita y levanta el brazo derecho con el fajón. Tiene la exageración de un personaje de videojuego, pero con el peso real de un cuerpo que respira y se agota.
Al parecer, a Tyler se le puede encontrar en el ring; a Josué, en cambio, hay que buscarlo en su casa.
Josué y Melania
La casa donde vive Josué Cubero está ubicada en San Rafael de Heredia, a un costado de la carretera que va hacia La Cruz. Es una construcción fresca, con patio delantero y trasero, y árboles alrededor por donde pasea Cookie, un chihuahua blanco de su madre.
Una tarde de finales de noviembre, Josué estaba con su novia, Melania Meléndez, la única luchadora de RWA. En todo el país no llegan ni a 10 luchadoras.
Melania, de 1,53 metros y 62 kilos, en el ring se transforma en Alyssah, “la revolucionaria”. Conoció a Josué mientras ambos practicaban en el gimnasio de La Sabana, donde entrenan desde hace cuatro años. Mientras descansaban de estarse tirando contra las cuerdas, él la invitaba a salir, le preguntaba por sus gustos, le llevaba regalos… un cortejo normal, pero con patadas.
“Si no fuera por la lucha libre, no nos hubiéramos conocido”, dijo Melania, de 24 años y estudiante de inglés en la Universidad Nacional de Costa Rica (UNA).
Josué ha vivido desde siempre en Heredia, mientras que ella es de Desamparados, San José. “Era improbable que nos conociéramos en cualquier otro lado”, explicó. “La lucha nos unió; sin eso, probablemente no estaríamos acá”.
En la casa en Heredia, Josué y Melania pasan juntos la mayoría del tiempo. Él en su computadora trabajando –para una empresa extranjera– en diseño gráfico (haciendo artes para publicidad en redes sociales), mientras ella va a la universidad. Por la tarde, cuando terminan sus compromisos, Josué a veces dibuja cómics o retratos en acuarela, y ella lo acompaña leyendo un libro de romance o fantasía.
“En la noche vamos al gimnasio a entrenar”, dijo Josué, en su cuarto de trabajo, donde tiene decenas de dibujos a colores vivos que Tyler odiaría.
Los días de entrenamiento son los martes y jueves por la noche. Entonces, los jueves aprovechan para quedarse en San José, en la casa de ella en Desamparados, todo el fin de semana, y los lunes regresan a Heredia. Así todas las semanas.
“No nos separamos, estamos todo el tiempo juntos”, contó Josué, a la par de la ventana de su cuarto que da hacia un jardín. Al frente hay una bocacalle por donde pasan solo los carros de los dueños de las casas del vecindario. Lo único que rompe el silencio del lugar son los ladridos de Cookie y los maullidos de un gato que se trepa a los árboles.
–¿Hay algo que tenga Josué de Tyler? –le pregunté a Melania.
–Uy, nada –respondió, y agregó–: La gente ve a Tyler y ve a un personaje amargado, rudo, que ve por encima del hombro, y Josué es un pan, el pan más dulce que se va a encontrar en la vida: es noble, servicial, buena gente.
En la sala hay un televisor y abajo un mueble con videojuegos. En uno de los corredores de la casa hay unos cortes de tela y máquinas de coser que utiliza su mamá, Adriana Cubero, para trabajar. Más atrás hay una motocicleta montañera negra de Josué.
“Vivo todavía con mi mamá”, dijo, mientras le ponía la mano en la espalda a su novia. “Mi sueño es que vivamos juntos, casados, con una casa propia y, cuando estemos viejitos, recordar todo el dolor que nos dejó la lucha libre”, añadió, sonriendo.
El arrogante campeón que se sube al ring vive en la casa de su mamá, y sueña con “tener la vida más tranquila posible” con su novia.
Casi todos tenemos personalidades diferentes que mostramos según las circunstancias, las personas que nos rodean o el lugar donde estamos. El director de una funeraria, impecablemente vestido, puede ser un fanático del heavy metal cuando llega a su cuarto, por ejemplo.
En el cuento “Borges y yo”, el escritor argentino habla de un “Borges” público y otro que lo observa. Ninguno es el verdadero: “No sé cuál de los dos escribe esta página”.
Evan Parker, el villano
Evan Parker es un luchador que mezcla el skater con el punk. Su primer nombre se lo tomó del patinador Evan Smith. Sube al escenario con una patineta en la mano, la misma con la que, en ocasiones, ha quebrado cabezas… o se la han quebrado a él.
En el ring es un bromista que provoca al público, un personaje respondón y un poco insolente. Nadie imaginaría que detrás está un joven de hablar pausado y lentes de aumento. “Me siento cómodo como Evan”, dijo Óscar Gómez, de 24 años.
Antes de atravesar la cortina, Óscar se da cachetadas y golpes: es su forma de activar el personaje.
El día que hablamos, estaba en el gimnasio Todd, en un entrenamiento de RWA, conversando con Josué Cubero (Tyler Hawk) y Daniel Marín, cuyo personaje es Nero del Rey, para coordinarse en la pelea de Vendetta IV. “Ustedes no se pueden saludar”, les dijo un compañero, entre bromas.
“La lucha libre me salvó”
Al otro lado del cuadrilátero, Daniel brincaba las cuerdas con facilidad. Es el más bajito y delgado de los tres; lleva piercings en la nariz y en las orejas, y quizá es el más extrovertido. Este año cumplió 32 años y 15 de practicar lucha libre.
Daniel debutó en 2021 en RWA, justo cuando atravesaba depresión y ansiedad. Sentía que había perdido el rumbo. La lucha libre le dio un punto de apoyo. “Los entrenamientos me sirvieron para canalizar todas esas emociones”, contó con alivio. “A día de hoy puedo decir que los pensamientos de autolesiones han cesado”.
Nacido en Cartago y graduado en inglés y relaciones públicas, Daniel mira lucha libre desde los seis años. En este oficio encontró la mezcla exacta de lo artístico y lo deportivo: de niño actuaba en obras de teatro; hoy, para convertirse en Nero del Rey, hace una pose de superhéroe —manos en la cintura y pecho erguido— que le da confianza.
Nero del Rey es un luchador brillante, literal. Vive del combustible del público: aplausos o abucheos, cualquiera sirve.
–¿Cómo diferencias a la persona del personaje? –le pregunté.
–Creo que el personaje somos nosotros mismos, pero elevados a la mil: exponer lo que ya sos, pero con libertad.
Nero puede cambiar sombrero, chaleco o color de cabello, pero nunca sus pantalones de dos tonos chillantes (morado y dorado, por ejemplo). “Los dos colores del pantalón es porque, al final de cuentas, yo soy las dos cosas”, dijo.
Es posible que, al hablar de nuestra propia persona, no digamos la verdad. Algunos descubren quiénes son poniéndose una máscara o subiéndose al ring.
Kaiser y el niño
Antes del show, Eric Gassmann lee el guion a los luchadores. Todos escuchan sin hacer ruido. Eric se enfoca en los diálogos y las transiciones que harán entre peleas para darle vida a las historias de los personajes.
–Todo debe quedar bien, no se atrasen con los tiempos –recalca Gassmann, fundador y entrenador de la empresa.
Montar estos eventos cuesta ¢500.000 (unos $1.000) en pagos solo a proveedores, porque a ninguno de los luchadores se les paga. En su lugar, cada uno de ellos aporta ¢15.000 ($30) mensuales para cubrir los costos del gimnasio de entrenamiento.
“Es difícil que la gente entienda por qué hacemos esto”, dice Gassmann, quien explica que ajustan los pagos con los patrocinadores y “bolsa propia; entre menos pongamos, mejor”, señala.
Lo que tienen son descuentos con fisioterapeutas privados. Pero ninguno está libre de graves peligros. Alyssah perdió el conocimiento durante 10 segundos por un golpe en la cabeza. Nero del Rey se rompió los ligamentos y meniscos de una rodilla, lo que lo mantuvo fuera durante 10 meses. Evan Parker se ha lesionado el tobillo varias veces, y la lista es difícil de terminar.
La revista médica American Journal of Sports Medicine publicó un informe en el que mencionaba que la lucha libre está en la primera posición de los deportes que provocan encefalopatía traumática crónica, una enfermedad neurodegenerativa que puede provocar anomalías con el habla, depresión, demencia o Parkinson.
“Todos compartimos que podríamos hacerlo gratis toda la vida”, dice Gassmann, y agrega: “Y sabemos que a los 60 años no vamos a caminar bien; vamos a tener problemas de espalda, cuello, cadera y probablemente vamos a usar bastón”.
Desde el aspecto creativo y de formación, Gassmann es quien está detrás de todos los personajes. Sin embargo, cuando se sube al ring, como Kaiser, es el más abucheado de toda la noche.
–¡Kaiser loca! –corean los asistentes, mientras camina con cara de engreído por el cuadrilátero. –¡Kaiser loca! –repiten.
Kaiser es alto, de cuerpo atlético. Viste un pantalón de cuero gris con tonos azules y amarillos, y una camisa negra sin mangas. Es un villano que provoca enojo en el público. Le gusta; en esas se siente en su salsa.
A Kaiser le gusta vacilar hasta a los niños. Suele quitarles la mano cuando lo quieren saludar. Hubo un día, sin embargo, que Kaiser rompió el personaje. Un niño con una capacidad especial lo buscaba para saludarlo mientras le decía que era el mejor, y él le regresó el choque de manos. Todo —el sacrificio, los golpes, el dinero perdido— tuvo sentido.
