Para los investigadores del Organismo de Investigación Judicial (OIJ), el desmantelamiento de una “Agencia de Sicarios” en 2024 evidenció el avance y la profesionalización de las organizaciones delictivas. En el expediente del Caso Agencia, las autoridades judiciales concluyeron que los métodos de operación de esta organización “vinieron a quebrar el típico modelo operativo de los asesinatos, pasando ahora a una gerencialidad”.
La Agencia de Sicarios, comandada por un hombre de apellidos Gutiérrez Durán, conocido como Ántrax, no tiene ligámenes con ninguna agrupación rival, sino que, contrario a la costumbre, “se dan, por decirlo así, ‘el lujo’ de tener una empresa exclusiva para aniquilar personas”.
Este lucrativo negocio le permitió a Ántrax tener un numeroso equipo, cada cual con su especialidad. Además, como la mayoría de sicarios eran procedentes de Siquirres, viajaban al Área Metropolitana solamente para ejecutar los homicidios, de manera que ningún testigo tenía referencias de los gatilleros.
El director del OIJ, Randall Zúñiga, recordó que hace apenas un par de décadas los delitos cometidos por menores eran diferentes; pero nada que se comparara con el panorama actual. Con su basta experiencia en la Policía Judicial, el jerarca ha visto de cerca el cambio radical en la naturaleza del crimen juvenil.
“Hace unos 20, 25 años, cuando yo era investigador, los menores de edad se dedicaban a robar bicicletas, a robar perros, loras, meterse en una casa y se robaban el televisor o algo así por el estilo. Eso es lo que teníamos en la Costa Rica de hace unos 20, 25 años”.
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Pero hoy el crimen se sofisticó. Y también se volvió más violento. Lo que antes era travesura o delito menor, ahora es gatillo fácil y sangre fría.
“De un tiempo para acá, los menores han visto que tienen más rentabilidad económica formando parte de grupos criminales, ser gatilleros. Como son menores de edad, pues lo máximo que van a pasar en prisión, en promedio, van a ser diez años. Entonces, alguien de 14 años mata a una persona, o puede matar a dos, tres, cuatro, cinco personas, y le van a meter como máximo 15 años. A la vuelta de 21 años va a salir de prisión”, declaró Zúñiga.
Las estadísticas del OIJ confirman sus palabras. Cada vez es más común que los jóvenes —algunos casi niños— estén involucrados en homicidios como autores materiales. Pero detrás de esas cifras frías, hay vidas marcadas por la marginación, el abandono y una promesa tan tóxica como seductora: la del ascenso social inmediato a través del crimen.
Zúñiga lo conoce desde adentro. Lo ha vivido.
“Yo soy de Puntarenas, entonces hay que vivir en el barrio, hay que vivir en un lugar en tan malas condiciones que no hay una esperanza de futuro para el menor. Entonces, dicen: ‘¿Qué estoy haciendo acá? Tengo la posibilidad de vivir una vida corta, pero intensamente, o vivo una vida larga pero consumido en unas limitaciones tremendas‘”, lamentó.
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Y hay algo más. Algo aún más perverso: el crimen vende una ilusión que los hace pensar por momentos que el mundo está en sus manos.
“La droga, el narcotráfico, venden una ilusión que no es real. ¿Cuál es esa ilusión? Que usted en corto tiempo se va a hacer multimillonario. Entonces, venden esa imagen de éxito instantáneo y muchos menores la compran. Ven que el vecino, que antes era igual a ellos, ahora anda con unas tenis muy caras, con una cadena, o con un carro”, agregó.

La escena se repite con matices, pero con una constante que aterra: jóvenes cada vez más pequeños son absorbidos por la maquinaria del crimen organizado. Algunos apenas cruzan los 13 años cuando ya sostienen un arma, conocen los códigos del silencio y comienzan a escribir, con sangre ajena, su breve historia delictiva.
En Costa Rica, este fenómeno llegó tarde, pero ya no parece tener marcha atrás. Así lo admite el ministro de Seguridad Pública, Mario Zamora, quien observa con preocupación cómo el país repite un patrón ya vivido en otras latitudes de América Latina.
La incorporación de menores de edad a las estructuras criminales no es casual. Las organizaciones los prefieren por una razón estratégica: la ley penal juvenil ofrece garantías que, en la lógica de estos grupos, funcionan como escudos. Eso los convierte, sin quererlo, en piezas funcionales para una maquinaria que no respeta ni la infancia.
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Al igual que Zúñiga, Zamora recordó la provincia de Puntarenas y ofreció uno de los retratos más nítidos de esta realidad. Allí, un adolescente conocido como alias Chiquilín fue vinculado con más de diez homicidios antes de cumplir los 18 años. Su historial criminal empezó a los 15. A los 17, su historia terminó de la forma en que suelen terminar estos cuentos: la banda rival lo encontró y ejecutó. No fue una excepción, sino un ejemplo del nuevo perfil de sicarios: niños reclutados, formados y descartados.

Frente a esta oleada, el Ministerio de Seguridad Pública intenta resistir desde lo que tiene a mano. La estrategia es clara: llegar primero que el narco, ofrecer sentido de pertenencia antes de que lo haga la pandilla, tender una mano antes de que llegue el arma.
No se trata solo de operativos y capturas, reconoce Zamora, sino de equilibrar la balanza con programas sociales que hagan contrapeso al poder seductor de las bandas.
“Estamos luchando de forma reactiva, con nuestras operaciones, pero también de manera preventiva”, resume.
Tanto el relato de Zamora como el de Zúñiga sobre el sistema reflejan una falla más profunda: el tejido social, educativo y económico que debe proteger a los niños hoy, pero resulta insuficiente.
Frente a la idea del dinero rápido y el respeto armado, el aula y el cuaderno han perdido atractivo. La pregunta que surge ahora es: ¿cómo detener este patrón antes de que el próximo gatillero sea, otra vez, un niño?


