
El siglo XIX es por excelencia el periodo de tiempo donde es posible identificar una serie de características que acercan a Costa Rica, desde el punto de vista material y cultural, a la modernidad. Esta centuria signada por la incidencia que la siembra y proliferación de la actividad cafetalera tiene en la estructura productiva del país y en la vida de la sociedad costarricense, presenta rasgos diferentes según sea el momento histórico que se pretenda destacar.
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Las primeras dos décadas corresponden al ocaso de la dominación ibérica en territorios ístmicos, interrumpido por los acontecimientos emancipadores que dieron reconocimiento político a los territorios adscritos a la Capitanía General de Guatemala. El surgimiento de los estados nacionales, derivado de la ruptura con la metrópoli española, dio origen a la condición ciudadana de sus habitantes y requirió, por parte de las autoridades locales, de un esfuerzo organizativo en materia institucional y normativo, para otorgar forma al nuevo orden que se abría paso entre los vestigios coloniales.

Sin embargo, fue el arribo del café el que vino a sentar las bases de la transformación económica que experimentaron, en este siglo, la mayor parte de las naciones centroamericanas, encabezadas por Costa Rica, que fue pionero en relación con la incursión de este fruto en el renglón de las exportaciones ultramarinas. La producción cafetalera se constituyó en el eje dinamizador que fracturó la economía de subsistencia prevaleciente y generó una acumulación de riqueza significativa, entre un conjunto de individuos, a la vez que pauperizó un grupo grande de pequeños propietarios. En este sentido, el café a pesar de que influyó de forma directa en la mejora de caminos, puentes, puertos y en general en las vías de comunicación, tan necesarias para colocar el producto en los mercados europeos, también trajo consigo una distribución desigual de la riqueza obtenida como resultado de esta práctica productiva.
Los efectos de este renovado escenario económico en los hábitos de la población criolla no se hicieron esperar. La segunda mitad de esta centuria va a traer consigo un paulatino proceso de modernización capitalista que vendrá acompañado de mejoras en las condiciones materiales de existencia y en la reproducción de un conjunto de patrones de consumo predominantes en la sociedad londinense y parisina, modelos por seguir para las elites dirigenciales de la región centroamericana. ¿Qué tipo de asuntos van a recibir especial atención resultado de este proceso?

¿El arribo de la modernidad?
En la capital josefina de la segunda mitad del siglo XIX, ciudad que mezcla prácticas rurales con otras que la aproximan de forma tímida a la modernidad, se comienza a encubar el interés por el aprendizaje del idioma inglés. Anuncios de prensa brindan información sobre el idioma francés y el italiano, pero estos tienden a ser de menor cobertura. La difusión de los idiomas forma parte de las nuevas prioridades que trae consigo el urbanismo burgués. Introducir el estudio de idiomas en el currículo educativo o aprenderlo por medio de lecciones particulares en las residencias de las familias de la elite local forman parte de las nuevas preocupaciones de quienes comparten el manejo del poder y el dominio del comercio exterior. El eje dinamizador de estas transformaciones tiene como telón de fondo a San José, capital advenediza de la nación que se mueve entre rieles ferroviarios, caballerizas situadas en las proximidades de renombrados hoteles y carretones que recogen la basura residencial y comercial de la ciudad, distribuyen hielo, riegan calles polvorientes y venden reses destazadas al menudeo. Este es el escenario que encontró Rubén Darío en su estadía como editor de prensa en la ciudad capital que no ocultaba sus aspiraciones “europeístas”.

El mundo postal
Las comunicaciones escritas que llegaban a Costa Rica a fines del siglo XIX seguían rutas diferentes de acceso a San José, dependiendo del puerto de anclaje de los vapores. En el caso de Puntarenas y hasta que el ferrocarril al Pacífico se hizo una realidad, en el año de 1910, la correspondencia se movía de forma parsimoniosa en carretas y carretones con bueyes, a la vieja usanza de las exportaciones cafetaleras. Noticias relacionadas con el arribo de embarcaciones y personalidades al puerto, se hacían por medio del servicio telegráfico, que funcionaba en Puntarenas desde 1869, aspecto que facilitaba la toma de decisiones, cuando se trataba, por ejemplo, de recibir con esmero a visitantes revestidos de poder o notoriedad.
La situación del puerto en Limón era muy diferente. El proyecto ferrocarrilero, iniciado en la década de 1870, bajo la administración de Tomás Guardia Gutiérrez, generaba que las comunicaciones se desplazaran con mayor velocidad. Periódicos, correo postal y comunicaciones diplomáticas se desplazaban con celeridad a partir de la década de 1890, momento en que se materializa la conexión directa entre San José y la costa caribeña. La popularización de los sistemas de correos, tanto a nivel local como internacional trajo consigo la aparición de un pasatiempo, convertido en estudio y coleccionismo, desconocido hasta entonces en Costa Rica, como fue la filatelia y de esto dio testimonio la prensa que reproducía anuncios donde se compraban desde sellos postales individuales hasta colecciones completas. Los sectores dominantes encontraron en el resguardo de estampillas un pasatiempo social.

El escenario religioso
La pervivencia de prácticas populares y religiosas en el siglo XIX, cuyas raíces se encuentran instaladas en el extenso período colonial, es un rasgo que identifica la composición social de la población costarricense congregada alrededor de San José. Conmemoraciones de larga data teñidas de un fuerte carácter religioso como la Semana Santa, Corpus Christi y Navidad, se mezclan con otras de corte político surgidas de la ruptura del pacto colonial como las fiestas de la independencia patria, la Batalla de Rivas y la capitulación del líder filibustero, invasor de Centroamérica, William Walker. A pesar que es posible identificar, avanzada la segunda mitad del siglo, un esfuerzo sostenido por parte de la dirigencia política local en procura de separar las esferas de acción de la Iglesia católica y el Estado, con la idea de atenuar la influencia y el poder de la dirigencia eclesiástica en la ciudadanía, resulta claro que las convocatorias para festividades religiosas y actos sagrados asociados con la figura central de Jesús, no solo son multitudinarias, sino que representan compromisos de fe, heredados generación tras generación.
Las conmemoraciones asociadas con Semana Santa y Corpus Christi, como puntos álgidos del calendario litúrgico, se muestran como un eventos de tipo social, integradores, donde el conglomerado social lleva a cabo manifestaciones de fe, reconociendo en la autoridad religiosa, la presencia de lo divino en la Tierra. Es un mecanismo impulsado desde las altas esferas de la Iglesia católica, para afianzar su presencia entre las capas sociales de extracción popular y se concibe como un acontecimiento de devoción colectiva, que reúne, en un mismo escenario, a diversos sectores, en torno a un acto de proclamación de fe.
La celebraciones religiosas estaban llenas de simbolismo en el siglo de la independencia patria. Cambios en los patrones de alimentación, llamados a la solemnidad cotidiana, participación en actos convocados por al jerarquía eclesiástica y estrenos de ropa, se encontraban a la orden del día, en una sociedad que en los albores del cambio de siglo adquiría cada vez más renovadas normas de consumo.
* Extracto del libro de Rafael A. Méndez Alfaro. Costa Rica en el siglo de la Independencia. San José, Editorial de la Universidad Estatal a Distancia, 2025.
El autor es Coordinador del Programa de Humanidades de la Universidad Estatal a Distancia (UNED) y Profesor Asociado de la Escuela de Estudios Generales de la Universidad de Costa Rica (UCR).