“Me dijeron que no me podía mover ni un centímetro”.
Jordan Solano se encorvó. Una aguja de 10 centímetros entró por su espalda baja para extraer sangre de un lugar tan puro que, hasta ese entonces, no sabía que existía en él.
Antes de que el filo mortal saliera de nuevo a la luz, el doctor habló: “por cierto, ya sabemos lo que tenés. Es leucemia”.
Jordan comenzó a reírse. El doctor le recordaba que no podía ni respirar. Las enfermeras miraban sin decir nada; más tarde, una de ellas se disculpó: no tenían que decirlo así. Su mamá estaba en la sala de espera. Jordan salió de ese consultorio para entrar a otro donde le advirtieron: aquí va a madurar a la fuerza. Salió de allí, busco a su mamá y subieron al carro. Llovía mucho. En un alto, le contó: tengo cáncer. La luz cambió a verde pero el carro seguía inmóvil.
***
Ese día Jordan tenía 15 años. Pasaba por una etapa tan cruel como cualquier otra. Tan confusa y explosiva a la vez.
La búsqueda de identidad. La timidez. La desincronización de los huesos, que crecen y duelen. El bigote. El sexo. Las ganas de escaparse –por un día– de la casa. Las fiestas del cole. Los primeros amores. Las mejengas.
La adolescencia: caminar debajo de un aguacero después del cole y no saber que la blusa blanca se pone transparente.
Después de ese día, Jordan pasó tres años entrando y saliendo del Hospital México intermitentemente, internado por largas semanas.
El proceso de la quimioterapia consiste en estar sentado por muchas horas, con una vía conectada a una vena por la que viaja una sustancia química que entra para matar a las células que tienen alguna alteración.
Según el jefe de Cuidados Paliativos del Hospital México, Marco Vinicio Williams, la Caja Costarricense del Seguro Social cubre los gastos de la quimioterapia de cualquier adolescente en el país.
“El costo es multimillonario, porque la persona en tratamiento no va solo un día. Puede ser que la quimio la reciban cada quince días, cada veinte, cada semana, por períodos muy largos”.
El rato que Jordan pasó sentado, nutriendo a su cuerpo de un líquido que debía matar lo que lo mataba, era igual de tormentoso que pasar noches y días en el cuarto del hospital.
Hostiles y grises. Fríos. Herrumbrados. Cadavéricos. Como una morgue mal hecha, adonde los vivos esperan solo a morir.
“Como adolescente era difícil estar en esos cuartos. No olían bien, tampoco había algo que hacer. Estar en ese ambiente, deprime. Si en algún momento del día me sentía bien, quería jugar o ver tele. Pero no podía”.
Según un estudio de la Fundación Aladina de España, los adolescentes con cáncer tratados pediátricamente tienen una tasa de curación de hasta un 30% mayor que aquellos que son tratados en unidades oncológicas de adultos.
En Costa Rica, el Hospital Nacional de Niños se encarga de atender solo a la población que va de 0 a los 12 años y 9 meses.
Olga Arguedas, directora del hospital, explica que desde la concepción de la entidad se definió la infancia hasta esa edad.
Entonces, después de los 12, el paciente –adolescente – con cáncer o con una enfermedad crónica, tiene que asistir a uno de los otros hospitales generales del país.
En esa transición, entran a un estado en el que no pueden ser tratados como niños pero tampoco como adultos y, adentro de un hospital, no encuentran un nicho. Son una minoría consciente de su condición.
Jordan sobrevivió a pesar de tener todas las condiciones atmosféricas en contra. “Antes de conocer el Proyecto Daniel, me sentía muy solo.
Porque era yo, de 16, en un cuarto con señores de 50 o 60 años. Yo pensaba que era el único en el país, de esa edad, que tenía cáncer”.
***
Las puertas del ascensor se abren. Camino junto a Jordan hacia el penúltimo cuarto del quinto piso del Hospital México.
Ese día hará acompañamiento hospitalario. Desde hace un año que es voluntario del Proyecto Daniel. Va dos días a la semana. Pero hasta el mediodía, porque si huele el carrito con la comida, se vomita.
En los pasillos se escucha la respiración asfixiada. El jadeo. La vértebra que se desprende. El estruendo de lo que colapsa. A través de las ventanas hay pies con medias. Hay una mano que acaricia la tibieza de una frente. Hay narices llenas de tubos. Hay brazos llenos de tubos, de los que a veces sale una burbuja roja y enferma. Hay miradas amorfas que atraviesan el vidrio del ojo.
“El proyecto lo conocí una Navidad. Entraron al cuarto un montón de personas con camisas naranjas regalando globos. Me invitaron a una de sus fiestas y así me enamoré del proyecto”.
El ambiente que rodea a Jordan lo obligó a comprender la muerte a su manera. Ligia Bobadilla, fundadora del Proyecto Daniel, cuenta que el tema de la muerte para los pacientes de cáncer está muy presente. “Constantemente, a muy corta edad, tienen que enfrentarse a ella”.
Porque la han visto en las camas de al lado. La han visto en sus amigos y, la ven en las camas vacías que eran de sus amigos.
***
Entramos al cuarto del proyecto. Antes de saludar, nos lavamos las manos. Las paredes son blancas. Hay un baño limpio. Según doña Ligia, los baños del proyecto son los únicos en el hospital que cumplen con la ley 7600.
Dentro del cuarto hay una computadora, un Wii, un PlayStation. Una refri. Una mesa con un Uno, una Biblia y un Jenga. Hay cuatro camas eléctricas y cuatro chicos viendo, directamente, hacia nosotros.
Primero me acerqué a Mathew Chávez lo más que pude, porque estaba en aislamiento. Para poder hablarle, ambos debíamos usar tapabocas.
Me contó que había llegado ahí hacía un par de días porque tenía un dolor muy grande en el pecho. “Sentía como si los brazos me los jalaran hacia los lados”.
–Quiero estudiar para ser doctor apenas salga de aquí. Quiero que el proyecto siga creciendo.
– ¿Por qué?
–Porque estamos con personas de nuestra edad o muy parecida. Podemos vacilar y si la pasamos bien, el tiempo se va más rápido. No nos sentimos tan enfermos como sabemos que lo estamos.
Al frente de Mathew está Juan Carlos. También en aislamiento. Antes de hablarle, quiso dejar muy claro que “no es que yo la pueda contagiar a usted, si no que sus bacterias me pueden enfermar. Pero no soy yo. Yo a usted no la voy a enfermar”.
Llegó del hospital de San Carlos hace unos días, donde le diagnosticaron leucemia.
Hay una fuerza inexplicable cuando se habla con un completo extraño y lo único que hay para ver en el otro es una mirada que dice: mi cuerpo es fuerte. La sangre mala se va a regenerar. A mí no se me va a caer el pelo.
Antes de salir del cuarto, vi a Juan Carlos llamar a Jordan.
–Me preguntó cómo era la quimio. Si dolía o no y por dónde ponen la vía. Es mejor que hable conmigo porque yo ya pase por todo eso.
Y así de paso, mató el mito de que el cáncer es muerte.
Como Juan Carlos, lo hizo conmigo. El cáncer no se contagia.
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Vidal Correa me espera en el cuarto del Proyecto Daniel del San Juan de Dios. Antes de entrar, la enfermera me advierte: Vidal, el día antes de que le amputaran la pierna, corrió por todo el hospital.
Entro al cuarto. Paredes blancas, un televisor. Una mesa con un banano marchito. Un set de naipes. Tarros con pastillas. Paquetes vacíos de galletas. Un pequeño gran desorden. El terreno de un adolescente donde cualquiera, por más que odie el desastre, se siente libre.
En este hospital, en el cuarto del proyecto, solo hay dos camas eléctricas por cuestión de espacio. En una está sentado Vidal, de 19 años y al lado Elmer, de 17.
En la mesa de noche de Elmer hay un yeso del tamaño de su pierna y debajo de la cama, hay dos zapatos.
La noche anterior, había pasado horas metido en un quirófano mientras le quitaban la pierna derecha. Hogar de su cáncer.
Melisa, la psicóloga del proyecto, me acompañó esta vez. De entrada lo primero que me dice es que la prótesis que usa Vidal cuesta alrededor de dos millones y medio porque no tiene rodilla. Ni Vidal, ni la prótesis.
–La Caja les da a ellos 400 mil colones para que se compren una, ¿verdad, Vidal?
–Si, pero de palo. Yo aprendí a usar mi prótesis un mes después de que me amputaron.
Lo recomendable, según los médicos, es seis.
Melisa le está contando a Elmer sobre unos videos que vio, en los que unos hombres amputados juegan fútbol.
–Pero Melissa, ¿quien se le va a meter a alguien con prótesis?
–No, Elmer. Es sin la prótesis, solo con muletas.
–Pero ¿corren? Yo no entiendo.
Elmer no puede entender esto porque hoy en la mañana, cuando entró al baño, su cuerpo se fue de lado. Es muy temprano para idealizar la idea de que perder la pierna no le va a cambiar la vida.
–Fue rarísimo, me caía. No me podía sostener. Pero estoy feliz de que ya me quitaran eso.
Alguien entra al cuarto. Es el doctor Zárate, el fisiatra de Vidal. Mientras el doctor habla, hay palabras sueltas que flotan de la conversación.
Opciones. Cortar. Nervios. Cirugía.
“A mí no me importa que sea otra operación. Me da igual, yo solo no quiero más dolor”.
Cuando a Vidal le tocó estar en los otros cuartos, pasaba la mayoría del tiempo afuera.
“Es feo, pero toca. Depende de las personas, a veces hay viejillos necios y a veces no. La parte más fea es cuando uno se siente mal, porque no hay nada que hacer para distraerse y a veces los señores huelen mal, a orines”.
Un día con Vidal en el hospital consiste en despertarse a las 8 a. m. “Eso ya aquí es muy tarde”. Después desayuna. Se queda un rato dando vueltas en la cama. Revisa el celular. Luego se da una ducha. A veces ve tele. Espera la hora del almuerzo.
“La parte más aburrida es después de comer. Bueno, si uno está acompañado obviamente que no”. En la tarde espera la visita, si es que hay ese día. Después cena y se duerme.
“Antes tenía muchos libros de sopas de letras, pero era aburrido también”.
Mañana es el último día que recibe la quimio . Pasó nueve meses entrando y saliendo por la misma puerta.
Vidal no ve mucho a los ojos. Los esquiva sin darse cuenta. Así como tampoco debe saber que de él brota una energía que intimida. En el Hospital San Juan de Dios, el pasillo de mujeres está resguardado por un guarda de seguridad. El de los hombres, no.
Entonces, Vidal salía de vez en cuando a pasear. Iba a al “parquecito” del hospital. Visitaba la sala de neonatos. Caminaba por el pasillo de mujeres. “Una vez, me fui a la capilla porque dicen que ahí asustan. Eran como las 10 de la noche, pero solo metí la cabeza y salí corriendo”.
También tenía un pasillo en el que se sentaba a ver a las personas pasar. A matar el tiempo mientras el cáncer intentaba matarlo él, pero fracasó. El cáncer, Vidal no.
***
Cuando Fiorella tenía 13 años le diagnosticaron leucemia. La trataron en el Hospital San Juan de Dios, el centro médico más viejo de Costa Rica. La sala donde reciben quimioterapia es grande, pero se siente estrecha. Hay una fila de sillas separadas por pocos sentimientos, en las que se sienta el paciente y el acompañante está de pie esperando a que termine la sesión.
La quimioterapia de intravenosa por lo general tarda de dos a seis horas; pero con hidratación, medicación previa, transfusiones de sangre, etc., puede tardar hasta 23 horas.
El día que Fío ingresó al hospital, la doctora le dio una explicación general de lo que iba a pasar.
“Como mujer, no quería estar calva. Era una chiquita, para mí en ese momento era más grave no tener mi cabello, que la enfermedad”.
El tiempo adentro de un hospital solo existe en dos formas: o es lentísimo o todo puede pasar a la velocidad de la luz.
–El proceso de estar internado es tan aburrido. Y el trato no era el mejor. Muchas veces a uno le ponen el plato de comida y no lo dicen pero lo dan a entender.
–¿Qué cosa?
–La actitud. Es de: si quiere se lo come y si no, me da igual. Además, era muy difícil compartir con otras señoras el cuarto. Tampoco me decían mucho mi nombre. Puede ser una tontera, pero solo eso lo hace a uno sentirse mejor. En el cuarto, tal vez yo quería tener la luz encendida pero las señoras no. Y uno ve cosas que, como joven, no debería.
–¿Cómo que?
– Como señoras muriéndose al lado de uno.
Estando internada, Fío contrajo la bacteria Clostridium, un germen que provoca diarrea, fiebre y pérdida del apetito.
Entonces, el tratamiento de la quimio lo tuvieron que suspender. El aislamiento fue más grande. Solo podían visitarla de vez en cuando sus papás. En total perdió más de 10 kilos.
“Nunca pude probar la comida del hospital. El olor me daba náuseas. Aunque el lunes nos sirvieran pollo y el martes pasta, siempre todo me olía igual”.
Cuatro años después, Fío es voluntaria del Proyecto Daniel. Cuando puede da charlas en los colegios, para intentar que sus pares entiendan por qué es importante que no dejen de ir a clases, cuando el único impedimento que tienen es la pereza.
“Hay algo que a veces recuerdo, cuando estaba en el hospital, que me pone la piel de gallina. Mi mamá siempre era la que me bañaba, y un día se atrasó. Entonces las enfermeras me dijeron: se tiene que bañar.
Yo no quería, pero no les importó. Yo les decía: ya casi viene mi mamá, espérense un poquito. Ni podía caminar y aún así me metieron a la ducha”.
Después de esto, Fío se vistió y se acostó de nuevo en la camilla, en la resignada espera de los dolores de cabeza, los vómitos, la resequedad en la boca. También esperó otro efecto secundario de la quimio .
Dos días después de una sesión, el cuerpo involuntaria y desconsoladamente, llora.