Dígame usted si no sintió, en la piel y en el alma, la indescriptible emoción de alentar el vértigo de Andrea Vargas Mena, mientras la veíamos volar a través de las vallas en los 100 metros de los Juegos Panamericanos, Lima 2019. Imposible no derramar lágrimas o disimular siquiera el estremecimiento que nos causó presenciar, más allá de la distancia, el extraordinario afán de la muchacha puriscaleña que nos deparó el oro en la tarde histórica del último jueves. Cómo no conmovernos al observarla reír, llorar y volver a reír por la materialización de un sueño largamente acariciado, forjado a punta de rigor, transpiración, fe, constancia y convicción.
Ha sido esta una gran victoria, labrada en familia. Dixiana Mena, madre y entrenadora; Juan Manuel Vargas, padre, soporte y artífice; sus hermanos Noelia (gran atleta también) y Alejandro; David Jiménez, su esposa; su pequeña Avril, inspiración y motivo. Oro cocido en fraguas de vocación y entrega sobre andamios de PVC, el material de las vallas “hechizas” que diseñó y fabricó Juan Manuel en la gestación filial de esta página que ya volteó el calendario, pero que seguirá indeleble en los anales de nuestra historia.
La escasez de recursos económicos, tecnológicos y deportivos, no ha sido óbice ante la casta y la certeza de que los sueños muchas veces trascienden la realidad y que las metas se pueden alcanzar. En ese contexto, las hermanas Vargas Mena, las futbolistas de la Selección Femenina, las pugilistas Hanna Gabriel y Yokasta Valle, y el futbolista Jimmy Marín, entre otros destacados deportistas nacionales, honran a miles y miles de jóvenes costarricenses que, como ellos, bregan, día a día, en procura de nobles ideales.
Dígame si no sintió, con la tensión al máximo y el alma en la mano, la inolvidable experiencia de disfrutar por televisión el vuelo supremo de un ángel en estado de gracia, saltando vallas, rompiendo paradigmas y sembrando, con sus gotas de sudor, la esperanza de que no todo está perdido en nuestro otrora país de paz, tan lejos de su tradición civilista y tan cerca del colapso por la incapacidad de diálogo, la trabazón, la insensatez, los candados y las barricadas. Pensándolo mejor, no hace falta que me lo diga. Porque sé que usted lo vivió así también. Con el corazón en la boca… Y lágrimas de gratitud.