
Allá por los años 70, contábamos con un excelente equipo de futbol en Guadalupe de Goicoechea.
Se llamaba el Rácing F. C, igual que el gran club argentino, con camiseta de rayas celestes y blancas, pantaloneta y medias negras, realmente elegante.
Estábamos tan bien organizados que hasta una revista editábamos (duró un año, de abril del 72 hasta marzo del 73), con el título de El Rácing y la Comunidad .
¿Adivinen quién era el director? ¡Adivinaron! Pero no crean que solo me dedicaba a la revista. ¡Qué va! también era futbolista, aunque, lo confieso, muy pocas, poquísimas veces me ponían.
Hacíamos unas excursiones a todo meter. Además de los jugadores, iban los padres de familia y las chicas del ala femenina (novias, esposas, amigas).
En una ocasión fuimos a Juan Viñas. En los minutos previos al reto contra los locales, nos pusimos a vender la revista entre el público que rodeaba el campo.
Vean qué casualidad. En la portada de aquella edición figuraba yo como el jugador más destacado del mes, no por mis facultades futbolísticas, precisamente; tampoco por favoritismos del director. Era por mi espíritu de colaboración pues pagaba puntualmente los números que me tocaba vender de las rifas.
Y ese día, pese a que estaba en banca, el foco de atención era este servidor pues las chiquillas del lugar, ¡bellísimas, todas!, rápido se dieron cuenta que el personaje de la portada... ¡era este galán!
“¿Y usted por qué no entró de titular, si sale en la revista?”, me preguntaban las muchachas mientras se jugaba el partido.
“Es que soy el gallo tapado del equipo”, les respondía. Entonces hacía un guiño y ensayaba una risilla bobalicona al estilo de Julio Iglesias, ídolo juvenil de la época.
¡A escena! Tan entretenido estaba con mis admiradoras, que casi no escuché cuando el entrenador me gritó: “¡Caliente y entre!”.
Claro que ingresé, pero sin saber qué hacer. Los rivales zumbaban como aviones y no me daban chance de tocar bola. El primero al que me le atravesé me dejó como Kiko , tieso y con las rodillas dobladas. “¡Salga, salga!”, fue la segunda orden para el “gallo tapado”, cinco minutos después.
Rojo como un tomate, salí discretamente, me metí al bus que nos transportaba y me despojé de camiseta, pantaloneta y tacos.
Jamás volví a poner un pie en la plaza de Juan Viñas. Y aún hoy, a veces, solo a veces, me pregunto: ¿Qué se hicieron las chiquillas?