Wálter Centeno no es un rey, un revolucionario ni un maestro. Fue un gran futbolista. Pero ninguno de esos adjetivos se le pueden colgar en su etapa de entrenador.
Su reino no es de este tiempo, sino del pasado. Ahora, apenas ha puesto las primeras piedras de lo que pretende será su castillo de técnico. Solo el tiempo dirá si alcanza a construir ese reinado de ensueño, o se desploma cual castillo de naipes.
Su ideología no es una revolución. Sí un camino que otros han transitado en la historia del futbol. Desde los integrantes de la “Naranja Mecánica”, pasando por los extraterrestres del Barcelona, o los sorprendentes croatas del último Mundial.
Los Chaparritos de Oro, la Liga de los 70, el Ballet Azul cartaginés, el Saprissa hexacampeón, o el Herediano de Yuba y Róger Álvarez, por citar ejemplos, también reverenciaron la pelota de futbol, privilegiando el toque, la posesión y la estética.
Un gran maestro necesita academia, calle, y horas de trabajo. Que yo sepa, Wálter está lejos de todas ellas. Apenas es un cachorro que quiere comerse al mundo, que se siente capaz de todo y pretende que los demás lo valoremos así. Ha enamorado a su gente con un discurso grandilocuente y resultados que, para empezar, dan espacio a la posibilidad.
Cuando dice “tengo que educar a los muchachos”, parece atrevido, casi que un usurpador del cargo de “maestro”. Lo expresa con tanta vehemencia, tan convencido, que tiene embobada a su afición y, posiblemente, al camerino. Eso no es un pecado, sino una virtud, pero el tiempo se encargará de darle el lugar que merezca su obra.
Puntarenas y Grecia fueron su laboratorio, pero no alcanza para graduarlo de maestro. Antes, sus equipos podían jugar todo lo lindo que quisieran o perder todo lo feo que ningún técnico desea. No pasaba nada. Elogios si había baile y gracias por la intención cuando llegaban las derrotas.
Pero ahora está en otro reino. El de La Cueva. Donde al aficionado no le basta con buen futbol. Hay que darle el regalo del triunfo para que se marche contento a casa. Exigente, esa feligresía puede perdonarle faenas sin poesía, pero no sin resultados.
Es capaz de pasar toda la semana restregándole al compañero de oficina los 500 pases de su equipo. Pero le importa más tener una victoria con que “rajar”, así sea con gol de portero a portero. Las derrotas no las disculpa, así estén envueltas y perfumadas en el aroma del juego bonito.
Ahora es cuando Centeno empieza a graduarse como técnico. La lírica, su estética, el verso y la música serán apenas ruido si no logra resultados. Al contrario, los títulos, sin importar la forma, lo mantendrá en el pedestal de los dioses y, su reino morado, estará lleno de coronas y trofeos.