En México 1970, el técnico Mario Zagallo (bicampeón mundial como jugador), tomó la más hermosa, intrépida, romántica y espadachinesca iniciativa que quepa concebir. Convocó a cinco números 10. Pelé en el Santos, Rivelino en el Corinthians, Tostao en el Cruzeiro, Gerson en el Sao Paulo y Jairzinho en el Botafogo (donde relevó a Garrincha). Una inmensurable cantidad de genio per cápita. Todos lucían el “10” y eran tenidos por ídolos en sus equipos.
Zagallo fue glotón: ¿para qué escoger? Y los acomodó —con un esquema muy flexible— en su equipo. Jairzinho: wing derecho, Rivelino: falso puntero izquierdo, Gerson: lanzador, Tostao: nueve teórico, y Pelé… pues Pelé se paseaba por sus reales predios como le diera la mayestática gana.
Los laterales Everaldo y Carlos Alberto, tributarios de la tradición creada por Nilton Santos en 1954, subían a apoyar, corrían la banda como pistones, le daban salida al equipo o se replegaban en nanosegundos. Aún el contención Clodoaldo se lanzaba al ataque y marcaba goles cuando le placía. Nadie se tenía a sí mismo por deidad: poetas del balón, jugaban con la intimidad de un grupo de viejos amigos, pero bajaban a recuperar y disputar balones ferozmente. Tostao dijo: “éramos el equipo de los cinco dieces, y sin embargo fuimos los que cometimos más infracciones recobrando balones”.
Nunca estuvo el deporte tan asintóticamente próximo a la belleza pura. El poeta Reid dijo: “Un fútbol tan hermoso debería estar prohibido: irrita a los dioses”. Como abrevando en un remanso bendito, he visto incontables veces los partidos completos, y me siento tentado a caer de rodillas y exclamar: “¡Santo, santo!”, tal Beethoven en presencia de un bello árbol. La Providencia nos ofrece de vez en cuando estos regalos. Entre junio y julio de 1970, el alma del fútbol pasó por el mundo. Es mi melancólico sentir que desde entonces no ha regresado por estos lares.