Sí, perdieron. Ello demeritó su gloria. Ningún equipo se conforma con el premio de “favorito de la afición”. En última instancia fracasaron, y ese hecho es irreversible, histórico, inmodificable. Pero también es cierto lo que dice Shakespeare: “Los errores de los hombres serán escritos en el bronce, sus virtudes serán grabadas en el agua”.
La historia de los campeonatos mundiales nos ofrece casos de equipos que tienen más presencia en la memoria colectiva que los que ganaron la justa. ¿Un campeón? ¡Es natural que la gente se acuerde de ellos! Y no obstante, los aficionados recuerdan más a estos gloriosos perdedores. Paralelo y simultáneo con el campeonato objetivo, se juega siempre un campeonato íntimo y subjetivo, el que premia el juego hermoso, coreográfico, más afín al arte que al deporte.
Hungría en 1954 debió ser campeón una y mil veces. Era la más perfecta máquina de hacer goles que el mundo ha visto. En el mismo campeonato en que perdieron la final -con amaño arbitral- contra Alemania, le habían propinado a este equipo una tunda de 8-3. Habían vencido a Inglaterra 6-3 en Wembley y 7-1 en Budapest. ¿Cómo explicar que un equipo derrotado 8-3 en la fase de grupos ganase la final 3-2 contra sus masacradores.
Holanda en 1974 nos embriagó de fútbol, pero perdió la final contra una Alemania que luchaba más de lo que jugaba. Su columna vertebral era el Bayern Munich: Beckenbauer, Maier, Schwarzenbeck, Breitner, Hoeness y Müller. Nadie puede negar que eran futbolistas cimeros… pero Holanda dio más gozo y ofreció un modelo balompédico más revolucionario. Hay quienes se refieren a ese torneo como “el campeonato de los dos campeones”.
No siempre gana el mejor. No siempre es recompensada la excelencia y la generosidad en el terreno de juego. Es algo que, a fin de ahorrarnos muchas lágrimas, debemos comprender lo antes posible. Puskás y Cruyff: no necesitaron ser campeones para ser universalmente amados.