Salimos a las 10 de la noche rumbo al Chirripó. A esa hora, en una noche normal, yo estaría en pijama y quizá ya durmiendo. Pero esa noche mi mundo era otro: luz frontal, mochila y esa ansiedad de ajustarse las tenis antes de salir, mezclada con el respeto silencioso que le tengo a las montañas grandes.
Desde el primer paso sentí que el tiempo cambiaba de forma. El reloj decía “10 p. m.”, pero por dentro era “apenas estamos empezando”.

Hay muchas maneras de subir esa montaña. La mayoría de la gente lo hace en dos días: primer día hasta el refugio Crestones (unos 14,5 km desde la entrada del sendero en San Gerardo), duerme en una cama caliente y, al siguiente, muy temprano, se prepara para ir a la cima, para finalmente bajar y salir del parque. Lo nuestro fue distinto: versión sube y baja, casi nonstop. Salir de noche, llegar a Crestones, subir a la cumbre y bajar el mismo día, con pausas cortas, pero sin ese alivio de una noche en cama.
Con Marcelo, el amigo que me arrastra a estas aventuras, las horas suelen irse conversando de todo un poco: chismes, trabajo, miedos, ideas descabelladas. Esta vez venía también una pareja de esposos que no conocía. En el trail pasa algo curioso: a veces conectás rápido con gente que ves por primera vez; compartís sudor, comida, cansancio y pensamientos en voz alta antes de saber siquiera a qué se dedican.
Esa noche hablamos de todo y de nada. A ratos nadie decía una palabra: cada quien se mete en su cabeza, pero el sonido de los pasos detrás te recuerda que no estás sola. En montaña, la amistad se cose así: avanzando.
Llegamos a Base Crestones cerca de las 4 a. m. y mi reloj Garmin murió ahí: se apagó y listo. La batería estaba bien cargada cuando salí; todavía no sé si fue el frío bajo cero, la altura o simple mala suerte. Era mi primera vez en el Chirripó, nunca antes había estado en esa montaña ni en ese refugio. A partir de ese momento ya no supe de distancias ni ritmos, solo del camino, que además no conocía. Extrañamente, eso me dio calma: sin reloj ni mapa, sabía que no debía alejarme del grupo.

El frío era de esos que calan, de los que te recuerdan que estás en alta montaña. Llegamos a Base Crestones pasadas las 4 a. m., pero la cocina abría hasta las 5:30, así que tocó esperar. Con la temperatura bajo cero, seguir caminando no era opción: estábamos temblando y con los labios morados. Cuando por fin salió el café, sentí que me devolvía al cuerpo. Había pasado la noche despierta, pero no me sentía cansada; ese primer sorbo me supo mejor que cualquier café de especialidad y, de golpe, el amanecer se hizo más llevadero.

Salimos casi a las 6 rumbo a la cumbre del Chirripó, la montaña más alta de Costa Rica. El valle estaba hermoso, uno de esos paisajes que te hacen olvidar el cansancio. En esos tramos el tiempo se siente corto, no porque dure menos, sino porque la cabeza está ocupada diciendo: “Qué dicha estar aquí”. Cruzamos el Valle de los Conejos hasta que Chelo dijo:
—Falta un kilómetro.
Levanté la vista y la cima se veía alta y lejos. Ese “1 km” dejó de ser una cifra y se volvió la meta. Los últimos 200 metros fueron casi escalando, usando las manos, gateando, estirándome como una especie de pulpo. Ahí agradecí todos los ejercicios de movilidad y flexibilidad de mis entrenamientos. El tiempo se volvió puro presente: roca, respiración, cuidado. Nada más.

En la cumbre, entre fotos y risas, conocí a un muchacho que me habló de su intento de suicidio, de su ansiedad, de su agorafobia. Lloró. Dijo una frase que se me quedó: que la vida no era para estar quieto, que había que avanzar. Me conmovió y me dio ternura: alguien repitiendo el mismo mantra que yo uso para subir montañas y para cuando la vida se pone cuesta arriba. Sonreí y le dije que tenía razón. Cuando subís, cargás con todo, pero igual que lo que llevás en el bulto de hidratación, a lo largo del camino se va haciendo más liviano.
Esta subida a Chirripó no tenía para mí un gran propósito solemne: no iba pagando promesas ni buscando pruebas, solo quería conocer y desconectarme un rato. Para mí, hasta ese momento, lo duro no fueron los casi 3.000 metros de desnivel ni los kilómetros continuos que hicimos; tal vez sí el frío. Para él, en cambio, era demostrarse que, a pesar de todo, todavía podía llegar lejos.
La bajada hasta Crestones fue amable. Corrimos algunos tramos; el cuerpo estaba cansado, pero respondía. Descansamos una media hora que se sintió como diez minutos. Cuando una está bien, el tiempo se encoge.
Lo difícil vino después.
Salimos de Crestones y empecé a escuchar truenos. Aceleré por inercia (siempre hago eso cuando sé que va a llover) y, sin darme cuenta, perdí al grupo de vista. El sendero estaba claro, así que no había un riesgo real de perderme, pero la cabeza se fue a otro lado: pensé en la muchacha que se había extraviado años atrás en el Valle de los Conejos. Imaginé el frío, el miedo, la noche sobre ella. Ahí fue donde algo en mí hizo crac.

Llegué a Llano Bonito y, en esos minutos antes de que llegaran los demás, me sentí sola de verdad. Llano Bonito está a unos 7 km de la entrada, un alto en el camino donde muchos se detienen a comer algo. Ese día había un grupo de personas haciendo justo eso, conversando y matando el rato, esperando que la lluvia aflojara un poco; pero yo estaba callada, solo con ganas de terminar y volver a casa. No era solo cansancio físico: llevaba más de 24 horas sin dormir, extrañaba a mi esposo y la imagen de la muchacha extraviada no se me iba de la cabeza.
Escampó y seguimos bajando. Yo iba adelante y, entre la lluvia y los truenos, empecé a ver la sombra de un hombre en cada curva. Podía ser cualquier cosa: un tronco, una piedra, pura sugestión. Pero lo veía, y me asustaba. Y también me asustaba mi propia mente, lo que es capaz de crear cuando está agotada.
Decidí esperar al grupo y ya no despegarme tanto. La montaña también enseña eso: saber cuándo es momento de pedir compañía. La lluvia nos empapó, mis piernas temblaban, mis tobillos eran de goma.
—Faltan 4 km —dijo Marcelo.
Y yo pensé: “pero dijo 4 km hace 4 km”.
Esa frase resume bien cómo se siente el tiempo cuando una va rota: desconfiás del tiempo, de las distancias y hasta de lo que sentís. Todo parece eterno.
Lloré; iba unos metros delante, así que nadie lo notaría. No lloré por la montaña: lloré porque mi cuerpo no respondía como antes y porque, en el fondo, solo quería estar en mi casa abrazando a los míos. Quería llegar, pero también quería detenerme ahí mismo, quedarme quieta un momento y admitirme que tenía miedo.

En medio de ese drama interno, me acordé del muchacho de la cima:
—Hay que avanzar —me dijo. —Siempre —le respondí.
Y avancé. No heroicamente, no bonita, no entera: avancé hecha pedazos, pero avancé.
Al final, esos 4 km se terminaron.
Siempre se terminan, aunque en el momento parezcan infinitos.
Llegamos. Ducha caliente, espaguetis y una cerveza que me invitó Marcelo. El cuerpo exhausto, la mente un poco más en paz. Mientras él hablaba maravillas de su pizza, pensé en el mensaje que lo empezó todo: “Roci, ¿te apuntás a hacer un sube y baja al Chirripó?”.
Dije que sí porque quería subir, conocer el Chirripó y entender por qué tanta gente ama esa montaña. Al final, fue algo más complicado y más simple a la vez: una larga conversación con mi cuerpo, con mi miedo y con la gente que caminó conmigo.
No sé cuántas horas estuvimos allá arriba ni cuántos kilómetros marcó el reloj al final. Sin embargo, sí sé esto: hubo un momento en el que quise detenerme, y en vez de hacerlo di otro paso. A veces, ese es todo el tiempo que necesito medir.
