Con cara inusualmente alegre, el presidente Putin convidó a un grupo de amigos a una pequeña fiesta para celebrar su triunfo en las elecciones nacionales del domingo. En medio de abundantes vodkas, exclamó: “¿¡Cómo no voy a estar contento con el 75 % de los votos?!”. (Así confirmo mis credenciales democráticas, pensó el homenajeado, no como Stalin, quien nunca creyó en votaciones “populares”).
Lo que tampoco sabía el conjunto amistoso era que para esa fecha, Putin había ordenado el silencio sepulcral de “traidores” en el Reino Unido y aun en Estados Unidos. Hasta la fecha, la lista incluía a Nikita Kamaev, gestor del doping olímpico; Mikhail Lesin, vieja amistad de Putin, liquidado a tiros en un hotel en Washington bajo sospechas de “soplarle” pecados al FBI; Alexander Litvinenko, exopositor de Putin liquidado en Londres, al igual que Boris Berezovski, antiguo amigo de Putin; y Boris Nemtsov, político enemigo de Putin silenciado en Moscú. Habría que agregar los tres ciudadanos asaltados en Londres, dos de ellos todavía en un hospital y el tercero ahorcado, todos atacados el 4 de marzo. Por razones de espacio, no incluimos una larga lista de periodistas ultimados en Rusia y el extranjero.
Una nota interesante es que las dos más recientes víctimas fueron atacadas con agentes nerviosos, prohibidos mundialmente, pero fabricados en Rusia. Es ampliamente conocido el adelanto de las armas químicas rusas, notorias particularmente en Siria.
En el presente caso, el padre y su hija fueron rescatados prontamente y se encuentran hospitalizados cerca de Londres. Al tercer ruso que hallaron en el barrio, lo habían asfixiado. En cuanto a la expulsión recíproca de diplomáticos que sobrevino, ahí sigue. Y me atrevo a pronosticar que la cargada retórica contra el Kremlin se irá apagando hasta el próximo caso. Porque a estas alturas ya nadie cree que Putin perdone nada ni a nadie.
Un antecedente de interés es que, en el 2002, un grupo radical, supuestamente checheno, se apoderó de un céntrico teatro en Moscú y amenazaba con ejecutar rehenes en la Plaza Roja. Putin suele enorgullecerse al narrar que decidió, en esa ocasión, inundar el teatro con un poderoso gas “soporífero” que permitió la captura de los “terroristas”.
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El saldo final de rehenes fue de 100 muertos, o sea, mayor que el de los supuestos terroristas liquidados en la operación. Nadie osa corregir al tovarishch Putin.
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