
Los unicornios no existen. Son criaturas mitológicas: caballos blancos con un cuerno en la frente y, sin embargo, en el mundo empresarial llamamos unicornios a las startups que alcanzan una valoración superior a los $1.000 millones. Son vistas como excepciones admirables, innovadoras, casi mágicas, que han demostrado un crecimiento exponencial, especialmente en sectores como fintech, inteligencia artificial o comercio electrónico.
Ahí están Uber, Airbnb, SpaceX. Son empresas que deslumbran, se muestran en las universidades como modelos por seguir. Pero ante tanto brillo, conviene hacerse una pregunta incómoda: ¿seguirían siendo unicornios si jugaran con las mismas reglas que el resto?
¿Habría sobrevivido Uber si desde el inicio hubiera pagado seguros y garantías sociales a sus conductores? ¿Airbnb sería lo que es si se hubiera limitado, como prometió, a rentar habitaciones disponibles en hogares? ¿Podría Elon Musk ostentar el título de “el empresario más exitoso del mundo” sin los $38.000 millones en subsidios, contratos públicos y beneficios fiscales que ha recibido del Gobierno estadounidense en los últimos 20 años?
Los unicornios no son criaturas raras, sino imposibles. No existen en la naturaleza, ni existirían en el mercado si las reglas fueran iguales para todas.
Tal vez ha llegado el momento de abandonar la economía de la fantasía, de admirar lo inalcanzable y preguntarnos algo más urgente: en un mundo cada vez más desigual y con nuestra biosfera al límite, ¿qué tipo de negocios deberían existir y prosperar?
Si el ecosistema empresarial estuviera sano, tendríamos empresas abeja, que polinizan y hacen al mundo más vivo y dulce; empresas mono, esparciendo buenas ideas como semillas; empresas mariposa, que elevan el espíritu y suman belleza. También empresas ballena, grandes y poderosas, que nutren a toda la sociedad que las rodea; empresas hormiga, pequeñas y laboriosas, que regeneran el suelo. Y claro está, muchas empresas perro y gato, cercanas, afectuosas, pensadas para acompañar y hacer bien a las personas.
Y, por qué no, empresas capibara. Sí, capibaras, esos animales semiacuáticos, de patas palmeadas, que se adaptan a vivir tanto en tierra como en agua. Cuando la comida escasea, su intestino crece para aprovechar mejor los nutrientes y cuando hay abundancia, se contrae. Se mueven en grupo, no compiten, cooperan. Viven en paz con otras especies, incluso con las que podrían verles como presa.
Las empresas capibara serían reales, adaptables, con modelos que resisten tiempos difíciles, tanto de sequía como de lluvia. Serían sociables, pensadas para convivir con otras, no para devorarlas, y estarían en equilibrio con su entorno, en lugar de depredarlo.
Ya es hora de dejar de perseguir unicornios y construir un ecosistema empresarial diverso y resiliente, ojalá con muchas capibaras.
karlachaves@proximacomunicacion.com
Karla Chaves Brenes es comunicadora estratégica y social, y directora regional de Próxima Comunicación.