
El ascenso al cerro Chirripó ha despertado siempre una suerte de ilusión mística en quienes emprenden la caminata de 16 kilómetros cuesta arriba para alcanzar la cumbre más alta del país, sobre todo en quienes suben por primera vez.
Quienes lo hacen por deporte, subiendo y bajando en pocas horas, o los que lo recorren por negocio, cargando provisiones para turistas, probablemente ya no experimentan esa sensación incierta e indescriptible que acompaña al caminante común: la de internarse poco a poco por el sendero de la Máquina, paso a paso, ascendiendo hacia un mundo etéreo, de aguas eternas, donde pareciera emanar algún poder desde las cumbres del Chirripó, el valle de los Conejos o los Crestones.
El recorrido tiene sus hitos bien conocidos. Primero, la cuesta del Termómetro, que mide si el cuerpo ha calentado lo suficiente para aspirar a la meta. Luego, la larga travesía hasta el refugio del Agua y, finalmente, la cuesta de los Arrepentidos, de la que no tengo noticia de que alguien se haya devuelto estando ya tan cerca de los albergues del campamento base. Sería una pena regresar cuando la meta está tan próxima.
Una vez arriba, el paisaje resulta completamente extraño para el lego en geología. Tal vez por eso se habla de poderes, energías y emanaciones, de fenómenos que no son sensibles en el sentido físico: el cuerpo humano no los percibe como percibe la lluvia, el calor, el hambre o el cansancio.
Lo que se observa, en realidad, es un paisaje antiguo, modelado por glaciares que, hace decenas de miles de años, esculpieron lentamente crestas rocosas afiladas, valles en forma de ‘U’ con fondos llanos, vegetación baja y espinosa, así como lagos fríos y hermosos formados en las depresiones de esos valles.
Nada de esto es usual para quienes habitan las bajuras, las mesetas o los valles y llanuras costeras, dominados por vegetación alta que impide apreciar la geología en toda su magnitud. De ahí que la experiencia de subir al Chirripó valga la pena.
Pero no es la llegada a la cima lo más interesante, sino el trayecto: la travesía misma, observar cómo cambian la vegetación y el relieve, la geología, la profundidad de los valles y la temperatura conforme se asciende.
Y aquí es donde este escrito plantea su punto central. No es necesario caminar durante extenuantes horas hasta la cima del Chirripó para observar las mismas morfologías glaciares, los picos rocosos y la vegetación de páramo, ni para sentir el frío matutino que cala hasta los huesos. Basta con manejar alrededor de hora y media desde San José hasta el cerro de la Muerte y caminar unos diez minutos para subir al cerro de la Asunción y contemplar, en toda su plenitud, la magnificencia del paisaje glaciar.
Desde ese punto, a solo 420 metros por debajo de la altura del Chirripó, se observan valles en forma de ‘U’ con fondos planos y lagunas; picos rocosos como el cerro Frío, el Buenavista o Sákira; extensiones de páramo enano y espinoso, y relieves suavizados por el paso de mantos de hielo que, como enormes tractores, modelaron formas que nada tienen que envidiarle a las del Chirripó.

Desde que el doctor Richard Weyl identificó por primera vez estas morfologías, en 1957, como producto de la acción erosiva de glaciares ancestrales, y desde que, en la década de 1960, se concluyó la construcción de la carretera Interamericana Sur, ha sido posible disfrutar de este regalo geológico único en las cimas de la cordillera de Talamanca, con solo unas horas de conducción.
Todo ello, sin caminatas extenuantes y sin la encubierta explotación que padecen muchos turistas que suben al Chirripó, tras interminables filas para comprar el derecho a ascender al lugar de las aguas eternas, donde esperan –sin éxito y finalmente decepcionados– sentir energías ancestrales que alguien inventó que fluyen desde las entrañas de la tierra y que solo unos pocos “iniciados” serían capaces de percibir.
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Roberto Protti Quesada es geólogo.