
La paz ha vuelto al escenario con su traje de virtud y la misma sonrisa de siempre. El mundo la celebra como si fuera nueva, aunque en Oriente Medio la política no nace: se reinventa.
Vuelven los apretones de manos, los comunicados cargados de esperanza y las fotos que envejecen apenas al ser publicadas. Y detrás de esa coreografía de solemnidad, todos, incluso los protagonistas, saben lo inevitable: la paz aquí dura lo que un trozo de hielo bajo el sol. Refresca la conciencia de los que miran desde lejos y, cuando se derrite, deja el mismo charco tibio de siempre.
Dos años después, Israel y Palestina cruzan miradas, más por insistencia que por reconciliación. Ambos pueblos cargan con demasiadas cicatrices y traumas. Y cuando el alma está tan marcada, lo más sencillo no es buscar la convivencia, sino la venganza. La paz exige un tipo de valentía que las guerras no enseñan: la de renunciar al odio incluso cuando parece justificado.
Omito a las facciones terroristas no por olvido, sino por desprecio. No merecen reconocimiento alguno dentro de la historia de la humanidad, y mucho favor les haríamos al dejar de nombrarlas. Son mercaderes de desgracias y no merecen espacio alguno en la tierra de los justos.
Por primera vez en mucho tiempo, el liderazgo internacional parece distinto: menos teatral, más pragmático. Los países árabes vecinos han asumido que el conflicto perpetuo no construye futuro y que la paz no es un favor, sino una estrategia compartida. Su participación, discreta pero decisiva, podría ser la llave que por décadas mantuvo cerrada la puerta de la reconciliación. Quizá de esa nueva conciencia regional nazca, al fin, una paz que no dependa del cansancio, sino de la razón.
Con el fin de la guerra no ha terminado el odio: solo cambia de rostro.
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El antisemitismo se reactivó con la conflagración; germinó nuevamente de esta, y parece haber encontrado casa. Ya no habita en los márgenes, sino en los titulares. Habla de justicia, pero su voz sigue temblando de odio. Cambió las antorchas por micrófonos, los pogromos por marchas, los brazaletes por hashtags y la propaganda por actores de Hollywood con demasiado tiempo libre para asumir roles de libertadores.
La judeofobia ya no busca matar cuerpos, sino reputaciones. Su meta ya no es borrar al judío del mapa, sino del relato. Y lo más peligroso no es su violencia, sino su elegancia. Que me juzguen por alarmista y no por profeta; prefiero el error del que advierte al silencio del que calla. Pero cuando el odio aprende modales y encuentra micrófono, suele quedarse más tiempo del que la historia tolera. Porque no se odia en silencio: se hace en grupo, con pancartas y altavoces.
Miles salieron a las calles no a pedir paz, sino sangre; no a llorar por los muertos, sino a elegir de qué lado del cadáver ponerse. Marcharon envueltos en consignas prefabricadas, portando cubrebocas que pronto olvidarán en un cajón cuando el fervor se enfríe. ¿Adónde emigrarán ahora los que pidieron nuestro exterminio, los que compararon la guerra entre dos pueblos con las fábricas de muerte del nazismo, los que negaron cada atrocidad y repitieron cada mentira hasta convertirla en consigna? ¿Dónde esconderán su indignación reciclable? ¿Cambiarán las kefiyas por esvásticas o se inventarán un nuevo eslogan para el odio?
Realmente no importa. Estaremos listos, como siempre, para la próxima oleada. No porque amemos la guerra, sino porque aprendimos que la sobrevivencia es la forma más humilde de dignidad. Moriremos, si toca, por un pueblo que solo pide un espacio, pequeño, pero suyo, en esta tierra donde tantos creen que sobra.
Del otro lado, los palestinos continúan atrapados entre la tragedia y la manipulación.
Su sufrimiento es real, pero su esperanza ha sido hipotecada demasiadas veces por líderes que se alimentan del dolor ajeno (y de toneladas de ayuda humanitaria que nunca llegan al hambriento). Los usan como bandera y los abandonan como eslogan vencido. Y los que se dicen amigos de su causa son los primeros en desaparecer cuando ya no hay cámaras.
Si el pueblo palestino realmente desea convivir en paz y construir un futuro digno junto a sus vecinos, debe empezar por lo elemental: desechar a quienes se enriquecen con el cautiverio político, desterrar a los que han convertido la miseria en instrumento de poder, y abrir cauces para formar liderazgos capaces de gobernar con responsabilidad y visión.
Mientras persistan quienes lucran con el sufrimiento y predican la imposibilidad de la convivencia, cualquier acuerdo será una máscara. La paz duradera exige, antes que grandes discursos, liderazgos que tengan el coraje de decir ¡basta! y la capacidad de reconstruir una comunidad desde la dignidad y la educación sin odios, no desde la revancha.
Así se llega a este punto: dos pueblos exhaustos, dos universos que no logran convivir, y un mundo que opina con una seguridad inversamente proporcional a su comprensión.
Y, sin embargo, entre tanto escombro, hay gestos que todavía salvan: un médico israelí atendiendo a un niño palestino o una madre que se atreve a rezar por los hijos del otro bando. Pequeñas treguas que no cambian el curso de la historia, pero impiden que se hunda del todo.
Quizá la paz sea eso: un trozo de hielo que nadie cree capaz de sobrevivir, pero que, aun así, se coloca sobre la mesa, esperando que alguien tenga la decencia de ponerle sombra, de cuidarlo y de darle un soplo de frío alentador. No es mucho, pero es un comienzo. Porque incluso el hielo, cuando se derrite, deja agua, y con agua, si hay paciencia, se pueden empezar a limpiar las heridas.
Quizá esta paz, hecha de hielo, no resista el sol. Pero mientras existan quienes la cuiden con decencia, aunque sea desde el cansancio, habrá una razón para creer que no todo está perdido.
En esta tierra, los milagros no se anuncian: se construyen con sangre de cañón. Y tal vez el mayor de ellos sea este: seguir intentando cuando ya nadie cree.
Abraham Stern F. es ciudadano costarricense, judío y humanista.