
Un camión cargado de pollos se accidenta en una carretera costarricense. Lo que debería convertirse en un acto espontáneo de auxilio se transforma, con una velocidad desconcertante, en un saqueo. Personas de distintas edades corren hacia las jaulas caídas y se apropian de lo que encuentran. La escena se difunde por redes sociales no por inesperada, sino porque expone sin filtros un deterioro cultural que el país ha preferido no mirar de frente.
A miles de kilómetros, en un valle suizo, una pequeña tienda de frutas opera sin dependiente. El visitante toma lo que desea, deposita el pago y continúa su camino. No hay cámaras, no hay rejas, no hay voces vigilantes. La honestidad no es una heroicidad: es la base del pacto social. La confianza se respira, no se controla.
No se trata de idealizar a Suiza ni de denigrar a Costa Rica. Se trata de reconocer la distancia moral entre sociedades que han construido un tejido de confianza y aquellas que han permitido que la viveza cotidiana se normalice como estrategia de supervivencia. Esa distancia no se explica con riqueza, ni con historia, ni con geografía. Se explica con carácter colectivo.
Costa Rica insiste desde hace décadas en repetirse el eslogan de “la Suiza centroamericana”. Era un mito útil cuando el país exhibía indicadores admirables de civismo, educación y estabilidad institucional. Repetirlo hoy es un acto de nostalgia, cuando no de autoengaño. Ninguna nación se vuelve ejemplar por proclamación; la ejemplaridad se construye en los gestos mínimos, en la conducta cuando nadie observa, en la consistencia moral de lo cotidiano.
La cultura nacional, sin embargo, ha interiorizado un concepto que delata una tensión profunda: la llamada “malicia indígena”. La frase es injusta con los pueblos originarios y revela un racismo soterrado. No describe una esencia cultural precolombina; describe una práctica mestiza que ha aprendido a torcer las reglas y a justificarse por ello. Nuestra viveza no es indígena, es moderna. No es ancestral, es aprendida. Y se ha infiltrado en todos los ámbitos del país.
Tan arraigada está esta cultura que resulta impensable dejar a un grupo de estudiantes solos durante un examen y confiar en que nadie copiará. Es imposible imaginar una pulpería abierta unos minutos sin temer que el inventario desaparezca. Es casi ilusorio dejar un objeto personal olvidado y esperar encontrarlo intacto.
No se trata de pobreza económica, sino de fragilidad moral. Mientras el cambio cultural no empiece en el hogar, se viva en la escuela y se exija en el espacio público, ninguna reforma institucional logrará sostenerse. Las instituciones colapsan cuando el carácter social se erosiona primero.
Este deterioro se manifiesta en múltiples frentes. Existen partidos políticos convertidos en franquicias disponibles para quien pueda comprarlas o alquilarlas. En Suiza, semejante práctica sería impensable. En Costa Rica, se ha vuelto parte rutinaria del paisaje electoral.
También es impensable en Suiza que el cierre de una carretera paralice el país entero, o que la mitad del personal docente presente incapacidades simultáneas por causas estructurales acumuladas. En Costa Rica, esto ya no sorprende. Tampoco sorprenden los peajes informales, los cobros clandestinos para transitar entre barrios o incluso para usar los baños de centros educativos. La normalización de la irregularidad es una señal inequívoca de quiebre cultural.
Nada de esto es una anomalía aislada. Es un espejo. Una sociedad que tolera pequeñas trampas no puede exigir grandes honestidades. Una sociedad que saquea pollos de un accidente no puede fingir sorpresa ante la corrupción institucional. Una sociedad que celebra la viveza como identidad no puede sostener instituciones confiables.
El problema no es económico. Es cultural. Y la cultura no cambia por decreto. Cambia cuando una sociedad decide reconstruir su carácter desde dentro. Costa Rica debe formularse las preguntas que ha evitado durante décadas: qué se celebra, qué se tolera, qué se excusa, qué se normaliza, qué se enseña. No se trata de parecerse a Suiza, sino de recuperar una noción mínima de responsabilidad compartida.
Solo podrá hablarse de verdadero renacimiento moral el día en que, en algún lugar del mundo, alguien pueda referirse sin ironía a “la Costa Rica europea”. Pero ese día no llegará si la república continúa edificándose sobre la astucia y no sobre la integridad. Ningún país se sostiene por la viveza de sus habitantes. Se sostiene por la honestidad de sus actos, especialmente cuando nadie mira.
Rafael Mora Goñi es educador.