“En nuestro programa de hoy: los mil usos del encrespador de pestañas. La leche al rescate de su cutis. Cómo tratar las várices. Nuestro crítico de cine nos habla del primer blockbuster del verano: Indiana Jones y Batman contra Harry Potter y Godzilla: el combate continúa. Buenas noticias para los gorditos: la obesidad aumenta la producción de testosterona. Conozca la vida secreta de las cuarenta y ocho concubinas de Osama Bin Laden. ¿Sabía usted que los espárragos previenen la calvicie? La fiebre aviaria: ¿el fin de la humanidad? El orgasmo perfecto: atrévase a pedirlo. Nuestra sexóloga, la Dra. Lovejoy, contesta sus más íntimas preguntas. Y para cerrar nuestro programa, ¿a quién creen ustedes que hemos invitado? ¿A quién? ¡Más duro, que no los oímos! ¡Sí, al incomparable Walter Mercado, que está aquí para desearles mucho, mucho, pero mucho amor!”.
Veo la televisión por la misma razón por la que a veces me arranco de cuajo los pelos de las orejas: para irritarme intencionalmente, para explorar los límites de mi rabia. Constatar día con día la imbecilidad de la especie humana es una magnífica manera de ver cómo sus límites se expanden mucho más allá de lo que uno podría jamás suponer. Es una especie de sistemática mortificación del espíritu, no muy diferente de la que los monjes de antaño practicaban en sus cuerpos por medio del cilicio, el ayuno y la autoflagelación.
Popper sentenció: “La democracia será imposible bajo el régimen de la televisión”. Sí, claro, la democracia concebida no como simple derecho al sufragio (ese es un mero ritual, un dispositivo electoral consistente en entintarse un dedito y posarlo bajo la foto de un señor que nos sonríe mesiánicamente desde una papeleta), sino como universalización del conocimiento y la cultura. Era la democracia que Rousseau propugnaba, esa que con tanta vehemencia defendió.
La televisión conspira contra tal proyecto. No debería sorprendernos: ¿cómo podría una hija por excelencia de la tecnología y el maquinismo capitalista socavar la autoridad de su progenitor, fomentando el espíritu crítico de la gente? ¿Cómo habría el capitalismo de poner semejante arsenal en contra suyo? ¡Urgía, antes bien, hacer de la televisión un enorme engranaje de imbecilización y puerilización colectivas!
Usarla como instrumento de sojuzgamiento, como el recurso manipulativo más eficaz jamás creado, en lugar de ponerla al servicio de la universalización del conocimiento y la cultura.
Desperdicio. ¡La televisión, ah, el más lamentable desperdicio tecnológico de todos los tiempos! ¡Lo que pudo haber sido un agente para la libertad —“Sed cultos para ser libres”, decía José Martí— se convirtió en un grillete más, en un narcótico, lobotomía universal! Y por ese mismo camino va Internet… aprenda a fabricar bombas domésticas, envíe al mundo entero la foto de su trasero, compile una antología de los eructos más estrepitosos jamás proferidos y envíesela a todos sus contactos. A la mente se me viene este versículo bíblico: “Mi pueblo perece por falta de conocimiento”. Es Dios mismo quien así clama… y me rompe el corazón.
La verdad es esta: hay gentes a las que no les sirve que usted, estimado lector, piense, que se cuestione nada, que alimente la menor suspicacia con respecto a los valores que le han enseñado a reverenciar. Esas gentes lo quieren a usted estúpido, mesmerizado, sonámbulo, adocenado. Quieren que su capacidad de concentración disminuya mediante un bombardeo icónico vertiginoso, que se dedique a zapear indolentemente, las horas muertas, apretando botones mientras digiere su copiosa cena, letárgicamente adormilado en su sofá favorito.
Un cocodrilo, una boa constrictora, un cerdo que viene de “trompear la canoa” tendría más capacidad analítica que usted, en tales instancias. El cerebro reducido a su frecuencia de vibración mínima, los signos vitales apenas perceptibles. Y, por supuesto, es durante estos largos tramos de hipnosis (una familia estadounidense ve televisión, en promedio, seis horas al día) que nuestras mentes quedan expuestas a toda forma de sugestión: absorbemos pasiva y acríticamente cualquier mensaje, ideología, condicionamiento que se nos quiera administrar. ¡Por la simple razón de que estamos apenas a mitad despiertos! ¡La armada rival avanzará siempre que los centinelas duerman!
Complicidad. Todos aquellos que contribuyan a este programa de idiotización generalizada (productores, directores, camarógrafos, luminotécnicos, utileros, guionistas, actores, animadores, invitados “especiales”, patrocinadores, dueños de cadenas televisivas) son igualmente cómplices del perverso juego. Culpables de crimen de lesa humanidad.
Los hay que se dicen muy santulones, observan vidas ejemplares y pretenden defender los más altos principios cristianos. Sin embargo, ahí los vemos, un día sí y el otro también, propagando este veneno ideológico a todo un continente.
¿Desde cuándo dispuso Jesucristo: “Harás de tu prójimo un imbécil”? Para ser coherentes con su filosofía, deberían dedicarse a enaltecer el espíritu humano, no a lucrar con la ignorancia de “ese que llaman pueblo”. Hipócritas. Tartufos mediáticos. ¿Doble discurso? ¡Eso sería un piropo! No puede usted pretenderse adalid de los valores cristianos (pienso en particular en un señor que prohíbe en su canal todo lo que “no sirva a la causa del Señor”) y ser, al mismo tiempo, dueño de un burdel.
Es la “mala conciencia burguesa” de que hablaba Sartre. La diferencia fundamental que el filósofo establece entre el mentiroso (que sufre una crisis moral con su acción) y el cínico, ese que actúa de mala fe: se ha autoengañado al punto de no ser capaz de autocrítica honesta. Seamos ligeramente menos literarios: los que “comen santos y defecan diablos”.
¿Quieren un canal de televisión realmente cristiano? No tengo ningún inconveniente en ver televangelistas e historias bíblicas el día entero, si tal fuese el caso. Pero no se engañen a sí mismos y no engañen a la gente: tal proyecto sería absolutamente incompatible con los programas de concursos, con Dancing With The Stars, De Boca en Boca, El Show de Don Francisco, Big Brother, Walter Mercado, Intrusos, Guerreros, El Show de Cristina. ¿Lo tenemos claro? Asuman una posición: ¿mercachifles o evangelizadores? Como diría Giraudoux: “Hay que declararse”.
No se maquilla toda esta porquería transmitiendo “el salmo del día”, “la reflexión papal de la mañana”, un microprograma matinal de exégesis bíblica, o taladrándonos el Padrenuestro y el Ave María” —en las más estertóreas y vulgares versiones jamás concebidas— para abrir la programación. ¿Y después? ¿Dieciséis horas de bazofia televisiva? Rezamos primero, y después, ¡que viva la pepa! ¿En eso consiste el conmovedor pietismo de estos canales? ¿En la fachada un rosetón gótico, en el ábside un lupanar? Pssst…
El autor es pianista y escritor.