Hablar de la lucha contra la pobreza en Costa Rica es hacer un recuento de logros y oportunidades para miles de personas que, según sus necesidades, reciben apoyos del Estado y sobre estos construyen sus proyectos de vida y de felicidad.
La verdadera lucha contra la pobreza es fundamental, ética y profundamente humana. No es asunto coyuntural ni panfletario, no es una muleta de campaña electoral y menos maquillar números para ponerlos corrongos y que suenen lindos en el discurso. La lucha es de historias de vida, de personas y familias; de sus sueños y deseos por salir adelante.
En esa lógica, la presencia del Estado –con un enfoque amplio e integral– es necesaria y debe reconocerse si miramos la historia reciente. Mezquino y mentiroso sería negarlo, pues la realidad se prueba con hechos.
Al asumir la administración Solís Rivera, nos propusimos transformar la política social con visión clara: no más esfuerzos aislados, programas desarticulados ni puertas cerradas para quienes lo necesitaban. Lo hicimos. Creamos la Estrategia Nacional Puente al Desarrollo, alineada al tercer pilar del Plan Nacional de Desarrollo 2015-2018, enfocado en el combate a la pobreza y la reducción de desigualdades. Nos comprometimos con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y la Agenda 2030 y su meta primordial: erradicar la pobreza en todas sus formas.
Desde el Consejo Presidencial Social, que, como vicepresidenta de la República dirigí, apostamos por una política basada en la incidencia real, el diálogo participativo y la coordinación institucional. No vimos a las personas como números, sino como seres humanos con dignidad y derechos, sueños y capacidades que debían potenciarse.
Las transferencias monetarias condicionadas no surgieron en nuestro gobierno; lo que hicimos fue organizarlas, fortalecerlas y articularlas con una oferta programática clara. No improvisamos. Tomamos las mejores prácticas a nivel nacional e internacional para implementar la cogestoría social, figura clave que dio rostro y acompañamiento a las familias. No eran tramitadores detrás de un escritorio; eran el puente entre personas y Estado, que visitaban las comunidades en mayor situación de vulnerabilidad, para facilitar el acceso a programas, garantizarles seguimiento y asegurarse de que las familias no quedaran en el olvido.
Este grupo usó como instrumento de política pública los mapas georreferenciados que ubicaban a las familias, lo cual permitía (y permite) saber con exactitud quiénes necesitan. Así combatimos con éxito el clientelismo y las filtraciones.
Los resultados fueron tangibles. Entre 2014 y 2017, la Encuesta Nacional de Hogares reflejó bajas en los índices. La pobreza por la línea de ingreso pasó de 22,4% a 20%, y la pobreza multidimensional, de 21,7% a 18,8%. La pobreza extrema, de 6,7% a 5,7%. Donde más se sintió el impacto fue en la zona rural; allí, la pobreza pasó de 30,3% a 24,1%. Lo maravilloso es que son familias que mejoraron su calidad de vida, con acceso a educación, salud y empleo.
Hoy vemos con preocupación el deterioro de la inversión social. Mientras en 2015 era más del 12% del PIB, en los últimos dos años cayó por debajo del 10%. La estrategia Puente al Desarrollo, evaluada por la Contraloría General de la República y organismos como el BID y el Banco Mundial, demostró ser efectiva, pero ha sido asfixiada. ¿Por qué ahogar algo exitoso? Es algo que lamento cada día.
Es imposible ignorar el impacto del Sinirube, primera plataforma tecnológica que centralizó información socioeconómica de las personas beneficiarias. Junto con la FIS digital, permitió por primera vez unificar la información en una base de datos estandarizada, reduciendo la dispersión y las filtraciones. Estos avances no pueden ni deben ser revertidos. Hoy, el retroceso es apabullante.
Otro retroceso preocupante es el debilitamiento de Hogares Conectados. En su primera fase, más de 140.000 familias accedieron a equipo de cómputo, Internet y telefonía fija financiado por Fonatel. Hoy, este programa está desarticulado. Es doloroso saber que miles de computadoras quedaron almacenadas en bodegas del MEP en lugar de llegar a los hogares.
Es necesario reconocer el rol fundamental de los presidentes ejecutivos y el personal del IMAS que trabajaron con liderazgo y compromiso durante esos años.
Como bien lo dice el Premio Nobel Amartya Sen, la pobreza es una de las peores formas de violencia. Por eso, luchar contra esta no es solo una meta política; es un imperativo ético. Durante nuestra gestión, apostamos por una política social con rostro humano, una que viera a las personas más allá de su situación económica y les brindara las herramientas para salir adelante. Así lo hicimos y tuvimos éxito.
Hoy, más que nunca, hay que retomar el rumbo. Dejar atrás políticas cortoplacistas y construir estrategias de largo plazo que garanticen eficiencia, eficacia y sostenibilidad en la política social. El desarrollo humano y el verdadero progreso no se miden solo en cifras sino en vidas transformadas, y en eso, nuestro deber es mirar al horizonte y no dar ni un paso atrás.
Ana Helena Chacón Echeverría es exvicepresidenta de Costa Rica (2014-2018).