Al asumir el cargo de presidente de la democracia más longeva del mundo, Donald Trump reiteró dos reclamos que había anunciado hace unas semanas: el derecho de su país a exigir la posesión (devolución) del canal de Panamá y su disposición a que el golfo de México (llamado así desde el siglo XVI) cambie su nombre a golfo de América (entendiendo América como Estados Unidos y no como el continente).
Inmediatamente, como ocurrió con la idea de Trump de que Groenlandia será estadounidense, diversos políticos, intelectuales y grupos organizados de diferentes países impusieron el término soberanía como razón suficiente para enfrentar las fanfarronadas del presidente estadounidense.
Pero ¿sabe Trump de soberanías? ¿Puede la soberanía ser invocada para parar los deseos de Trump?
En su libro Estados amurallados, soberanía en declive (2010), la filósofa Wendy Brown rescató la respuesta que, en 2004, dio el presidente estadounidense George W. Bush a un periodista que lo interpeló sobre qué era soberanía para él: “Soberanía significa… que uno tiene la soberanía... y que es visto como una entidad soberana”, respondió Bush.
La frase tautológica de Bush implicaba que el líder de la nación más poderosa del mundo apenas podía dar vueltas sobre un concepto elusivo, sin decir nada en concreto. Pero quizás no fue por desconocimiento que trastabilló, sino por falta de palabras.
De hecho, su confusión se produjo por envolver dentro del concepto soberanía múltiples definiciones —como si fuera un metaconcepto— y por confundirlo con el problema de las lógicas con que opera el sistema internacional. Veamos.
Soberanías y lógicas
En las relaciones internacionales, el término soberanía se utiliza de cuatro maneras.
La primera es la soberanía legal internacional, la cual se refiere a prácticas asociadas con el reconocimiento mutuo entre entidades territoriales con independencia jurídica formal.
La segunda es la soberanía westfaliana, cuya norma implica la exclusión de actores externos de las estructuras de autoridad que rigen para un territorio específico.
La tercera es la soberanía doméstica, es decir, la capacidad de cada Estado nación de organizar su autoridad dentro de sus fronteras y de ejercer el control de su territorio.
La cuarta es la interdependencia soberana, la cual se refiere a la capacidad de las autoridades para regular el flujo de información, ideas, mercancías, personas, etc., dentro de sus fronteras.
Estas soberanías pueden ejercerse de forma que una se imponga sobre otra, tanto a partir de tratados internacionales como del reconocimiento internacional otorgado o no por las Naciones Unidas. Asimismo, los teóricos han observado que en estos ambientes políticos operan dos lógicas: la de las consecuencias (LC) y la de adecuación (LA).
La LC se basa en cálculos racionales que guían la acción política y sus resultados con el objetivo de maximizar los intereses propios.
La LA entiende la acción política como resultado de las normas, roles e identidades que estipulan el comportamiento apropiado en situaciones específicas, con el fin de predecir la forma de actuar en determinada circunstancia.
Consecuencias sobre adecuación
La teoría plantea que en el sistema internacional prevalece la LC sobre la LA. De esa forma, en un ambiente internacional, los actores pueden tener muchos roles y las reglas pueden ser contradictorias (por ejemplo, la invasión de un país se puede justificar al invocar la protección de los derechos humanos y se puede deslegitimar con el mismo argumento) y operan poderes asimétricos que hacen que los Estados no sean iguales, a pesar de su supuesto reconocimiento como tales.
Se trata de una realpolitik: hay Estados con poder para imponerse sobre otros o sobre la misma ONU y, al hacerlo, no necesitan legitimarse internacionalmente, porque lo que preocupa a sus líderes son sus votantes nacionales y no el derecho internacional. Así, históricamente, las soberanías internacionales y westfalianas han sido violadas por la prevalencia de intereses de ciertos dirigentes y cabezas de Estado.
Es decir, Bush quizás quiso decir que la soberanía es la que se reconoce en el derecho internacional, pero esa concepción está por debajo de los intereses locales si el Estado tiene el poder (soberanía) de desconocer la autoridad global.
¿Estados Unidos es uno de esos Estados? ¿Puede un líder como Trump reclamar como suyo el canal de Panamá y el nombre histórico de un golfo?
Canales y golfos
A pesar de su longeva y fuerte democracia, Estados Unidos tiene una historia difícil con el término soberanía cuando se trata de actuar racionalmente de acuerdo con sus intereses geopolíticos.
A mitad del siglo XIX, dos eventos marcaron el desarrollo de una particular noción de intereses nacionales que se sobreponían al reconocimiento de la soberanía de otros Estados: la anexión de Texas en 1845 y la discusión sobre la ocupación de Oregón, y la lucha por ese territorio contra los británicos (1846).
Con ocasión de esos eventos, el influyente editor John L. O’Sullivan escribió, en el número de julio-agosto de la revista Democratic Review, que todos los partidos en Estados Unidos debían unirse para enfrentar a las naciones cuyo “espíritu de hostil interferencia” pretendían frustrar su política y entorpecer su poder, limitando su grandeza y comprobando el cumplimiento de su destino manifiesto para esparcirse por el continente “asignado por la Providencia” para el libre desarrollo de sus “millones que se multiplican anualmente”.
El término destino manifiesto tomó popularidad en el Congreso estadounidense a partir de 1846, como parte de una dura crítica en contra del Partido Whig, que se oponía a la conquista del Oeste por parte del gobierno de James K. Polk, y esto definió una división que se extiende hasta hoy en Estados Unidos: aquellos que insisten en usar el poder estadounidense para imponer sus intereses en el mundo (LC) y aquellos que se oponen y claman por adecuarse a las soberanías internacionales (LA).
Durante la Guerra Fría (1945-1990), los dirigentes de Estados Unidos ampliaron su visión intervencionista al presentarse como la nación defensora de la democracia a escala global frente al mundo socialista (doctrina Truman). Esta consigna volvió a articularse con el enfrentamiento del terrorismo a principios de este siglo.
De esa forma, los anhelos de Trump responden a una larga historia de colocación de los intereses estadounidenses por encima de la soberanía de otros Estados; todo depende de quién esté en la Casa Blanca y de los grupos detrás de ese poder.
De hecho, Trump actualizó la doctrina en su inauguración, al afirmar que los estadounidenses perseguirían su destino manifiesto en las estrellas y plantarían su bandera en Marte. Ciertamente, en el derecho internacional no se contempla la soberanía marciana, pero sí la panameña y la mexicana.
¿Qué se puede esperar? Al respecto, nuestro país puede dar lecciones para maniobrar en ese difícil mar internacional.
En el pasado, Ronald Reagan intentó forzar a Costa Rica para abrir un frente sur que permitiera eliminar a los sandinistas, pero nuestro país supo mover su historia y los poderes globales para oponer resistencia y contrariar a Reagan, quien tuvo que aceptar, a regañadientes, el Plan de Esquipulas 2 (1987). Un pequeño país paró los intereses del líder de la mayor potencia mundial.
david.diaz@ucr.ac.cr
David Díaz Arias es el Catedrático Humboldt 2025 en la Universidad de Costa Rica.
