
Costa Rica dejó de ser el país de postal que se vende al mundo. El mito de la “Suiza centroamericana” se ha desmoronado, no solo por la crudeza de los muchos indicadores, sino por la silenciosa aceptación de una realidad que nos consume: la violencia ha dejado de ser una excepción para convertirse en norma. La incesante escalada criminal no es una casualidad; es el resultado de un coctel explosivo de negligencia política, fallas sistémicas, la profunda indolencia del poder y, sobre todo, la corrosión de la corrupción que se oculta a plena vista.
Hoy, ya no sorprende leer en las noticias sobre un nuevo caso de sicariato o cuerpos hallados en las calles; solo confirma un patrón inquietante. El país está a las puertas de una crisis de seguridad sin precedentes, donde el narcotráfico dejó de ser un enemigo silencioso para convertirse en el dueño de las esquinas, el reclutador de jóvenes y el empresario de la violencia. La situación no se limita a los carteles; abarca la totalidad del tejido social, y se manifiesta en robos violentos, femicidios, pleitos que escalan a actos de barbarie y barrios enteros consumidos por el miedo. La violencia ya no es noticia; es rutina.
El nombre de Costa Rica aparece en informes internacionales sobre crimen organizado, listas de países con altas tasas de homicidio y mapas de rutas de la cocaína, un sombrío reconocimiento que contradice la narrativa de paz que hemos vendido durante décadas. Vivimos en un país donde el miedo es constante, pero la apatía se ha convertido en una respuesta aún más peligrosa. Hemos normalizado la violencia como un elemento más del paisaje cotidiano, como si fuera inevitable.
La violencia no surge de la nada; se gesta en un sistema educativo deficiente, en comunidades abandonadas por el Estado y en una desigualdad obscena que deja a toda una generación a merced de las armas y del dinero fácil. Es en este contexto de crisis que la respuesta del gobierno ha sido, en el mejor de los casos, ineficaz y, en el peor, cómplice por omisión.
Desde la cúpula del poder, el presidente Rodrigo Chaves y su ministro de Seguridad, Mario Zamora, han optado por una estrategia de minimización y distracción. Sus discursos, que buscan culpables externos y polarizan a la sociedad, revelan una clara falta de estrategia y un desinterés por el problema de fondo. Se aferran a una retórica vacía, vendiendo la ilusión de que la situación está bajo control, mientras los datos objetivos demuestran que el crimen organizado se consolida. Esa indiferencia, disfrazada de gestión, es el caldo de cultivo perfecto para la desesperanza social con todas sus consecuencias. La inacción es, en sí misma, una declaración, un mensaje de que algo, o alguien, parece beneficiarse de este caos.
Costa Rica ya no es la nación que se vendía como distinta. Hoy vivimos una época de horror en un país fracturado, violento e indiferente, gobernado por un populista cuya gestión alimenta este caos. Lo verdaderamente aterrador no es solo haber llegado a este punto, sino que la sociedad empieza a aceptar esta realidad como normal, al tiempo que la democracia entera se tambalea.
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Santiago Alonso Ramírez Zamora es estudiante de décimo año del Colegio Marista.