
El profesor Andrey Sequeira afirma que el pueblo palestino “sobrevive tras más de un siglo de tragedias” provocadas por “el empeño del sionismo en fundar la nación judía en Palestina desde 1897”. Según él, el sionismo negó la existencia de los palestinos y dio inicio a su desgracia. Pero el movimiento sionista no proclamó guerra ni conquista. Buscó un hogar nacional para un pueblo perseguido durante siglos. La frase “una tierra sin pueblo para un pueblo sin tierra”, que el profesor repite como diagnóstico, nunca fue adoptada por el sionismo. La acuñó un británico, Israel Zangwill, y fue rechazada incluso por Theodor Herzl. Su bisturí empieza mal: confunde una cita apócrifa con una autopsia histórica.
Sostiene que la Declaración de Balfour, de 1917, “diezmó a los palestinos”. Los registros británicos, sin embargo, muestran lo contrario: entre 1922 y 1946, la población árabe de Palestina se duplicó, de 600.000 a más de 1,2 millones. Ningún pueblo diezmado se duplica. La declaración, además, incluía una cláusula para proteger los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes. El profesor omite ese dato como quien ignora una mutación porque no encaja en su secuencia genética.
Afirma que en 1948 “poderes extranjeros dividieron el país en dos”. Pero la ONU aprobó la Resolución 181, que creaba dos Estados: uno judío y otro árabe. Los judíos la aceptaron; los países árabes la rechazaron e invadieron de inmediato el incipiente Estado de Israel. No hubo partición impuesta: hubo guerra declarada. En esa guerra, unos 700.000 árabes huyeron, pero también 850.000 judíos fueron expulsados de países árabes. Las lágrimas, al parecer, fluyen en un solo sentido evolutivo.
El profesor describe “una ocupación ilegal desde 1967”, como si el reloj histórico se hubiera detenido. Entre 1949 y 1967, Gaza fue administrada por Egipto, y Cisjordania fue anexada por Jordania. Ninguno promovió un Estado palestino. No hubo bandera, himno ni campañas en El Cairo exigiendo “liberen Gaza de Egipto”. El paciente estaba estable hasta que los judíos entraron en escena y la conciencia internacional entró en shock.
En 1967, tras el bloqueo egipcio al estrecho de Tirán y la movilización de ejércitos árabes, Israel lanzó una ofensiva preventiva y ganó en seis días una guerra que no buscó, sino que le impusieron. Conviene recordar que en 1948 no existía un Estado ni un pueblo palestinos en el sentido nacional moderno. Existía Palestina, región heredada de las legiones romanas, ahora bajo mandato británico, con población judía y árabe, pero sin instituciones ni símbolos soberanos. La bandera hoy asociada a Palestina deriva de los colores panárabes de 1916; fue adoptada por la OLP en 1964 y oficializada en 1988, sin corresponder nunca a un Estado real.
La OLP se creó en 1964 y Yasir Arafat asumió su presidencia en 1969. Desde entonces, el nacionalismo palestino se ha construido más sobre la negación de Israel que sobre un proyecto propio de Estado. Y el emblema más visible de esa causa, la cinta verde, no es símbolo de libertad, sino la marca asesina de Hamás, organización que administra el poder como una enfermedad crónica: la adicción al terror.
La Resolución 242 del Consejo de Seguridad de la ONU, posterior a la guerra de 1967, no ordenó una retirada total, como lo trata de inferir su autor. A pesar de ello, en el 2005, Israel se retiró de Gaza, desmanteló 21 asentamientos y expulsó a sus propios ciudadanos. Dos años después, Hamás tomó el poder por la fuerza, lanzó miles de cohetes y convirtió escuelas, hospitales y mezquitas en búnkeres. Gaza no fue ocupada: fue secuestrada.
El profesor cita a los historiadores israelíes Ilan Pappé, Shlomo Sand y el autor judío-estadounidense Norman Finkelstein. Son voces críticas, sí, pero una golondrina no hace verano. Sus tesis son eso, tesis, parte de la diversidad intelectual de un país donde se puede disentir sin ser silenciado. En Israel, las ideas se discuten, no se fusilan. Esa libertad, que el profesor disfruta al citar, es la misma que Hamás asfixia bajo su cinta verde asesina.
Comparar Israel con “un sistema de apartheid” es otro diagnóstico fallido. En Israel, los árabes votan, eligen diputados, sirven en la Corte Suprema y dirigen hospitales. El juez árabe cristiano Salim Joubran presidió incluso la Comisión Electoral que supervisó a Netanyahu. Si eso es apartheid, el diccionario necesita una transfusión.
En Gaza, en cambio, una mujer no puede decidir por sí misma, un homosexual no puede caminar libremente con su pareja y un opositor puede ser ejecutado en la calle, como si se tratase de un acto circense. El profesor, genetista de formación, debería reconocer los síntomas: allí, el ADN de la libertad está mutado por el fanatismo.
Afirma que “los actos de Hamás del 7 de octubre del 2023 debieron ser juzgados según las leyes internacionales”, como si la justicia tuviera laboratorios en los túneles de Gaza. ¿Juzgar a quién? ¿A los que degollaron bebés, violaron mujeres frente a sus hijos y transmitieron los asesinatos en vivo? ¿A los que retuvieron rehenes bajo hospitales por dos años y aún hoy no devuelven sus cuerpos? Israel respondió con guerra, no con placebos. Y aunque toda guerra duele, reducirla a “venganza” es negar el derecho de un Estado a defender a su población del cáncer del terrorismo.
El profesor invoca a la Corte Internacional de Justicia recordando que “hay un proceso abierto contra Israel”, pero la Corte no ha condenado a nadie por genocidio. Emitió medidas provisionales, lo que significa prevenir abusos, no declarar culpabilidad. Aun así, bastó la insinuación para que la palabra “genocidio” se propagara como bacteria en laboratorio ideológico.
Concluye diciendo que “hay un opresor y un oprimido, y es necesario señalarlo”. Tiene razón: hay que señalarlo, pero no en la dirección que él apunta. Lo que llama pueblo oprimido tiene gobierno, bandera, subsidio internacional y manuales en los que se enseña que matar judíos es morir mártir. Lo que llama Estado opresor es la única democracia de la región, donde una mujer puede ser jueza; un árabe, ministro, y un homosexual, marchar con la vestimenta que mejor le guste sin ser lapidado.
La historia no necesita bisturí, profesor: necesita honestidad. Usted disecciona con precisión anatómica, pero sobre un cadáver equivocado. La tragedia palestina es real, pero también lo es su manipulación. Las víctimas existen en ambos lados. La diferencia es que unas construyen hospitales y las otras los usan para esconder cohetes.
No hay paz sin verdad, ni verdad con omisión. Cuando la empatía se vuelve selectiva, deja de ser virtud y se convierte en anestesia.
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Abraham Stern F. es ciudadano costarricense, judío y humanista.