
Jánuca es, por definición, una fiesta de luz. Por eso estremece que el 14 de diciembre de 2025, en Bondi Beach, Sídney, una celebración pública terminara bajo una lluvia de balas: 15 personas asesinadas, decenas de heridos, un atentado que las autoridades australianas investigan como “terrorismo dirigido contra judíos”.
Como es usual, en los días posteriores a este hecho, varios amigos me llamaron con auténtico asombro y horror. A todos les he respondido lo mismo: que lo único verdaderamente asombroso es que aún nos asombre. El antisemitismo es una enfermedad vieja que cambia de máscara para seguir respirando.
Siempre empieza parecido. Primero, una acusación “explicativa”. Se nos convierte en símbolo de algo detestado: de la crisis, del dinero, de la modernidad, de la tradición; de la guerra, y ahora, paradójicamente, de la paz.
Después, la idea se vuelve aceptable; se desliza en conversaciones, aulas, redes, titulares. Se adorna con lenguaje moral y se presenta como sofisticación ética: “No es contra los judíos; es contra lo que representan”. Es la frase que pretende perfumar el odio para que parezca virtud. “Yo tengo amigos judíos; ergo, no soy antisemita”, me dicen frecuentemente allegados cercanos, después de vomitar sus conocidas historias contra mi pueblo.
Luego viene la parte que el mundo conoce –y finge olvidar–: el acoso cotidiano. El chiste que “no es chiste”. La intimidación en la calle, en el transporte público. El grafiti, el señalamiento, el miedo. Y cuando el patrón se vuelve imposible de negar, se ofrece el último sedante: “son hechos aislados”, “son excesos”, “son reacciones comprensibles”.
Hasta que un día no es grafiti ni insulto: es sangre en la arena, en una noche de velas encendidas.
La noticia de Sídney me afecta en lo personal, porque, orgullosamente, soy judío. Me ofende, porque confirma que, incluso en sociedades prósperas y educadas, hay quienes pueden llegar a ver “normal” que un grupo humano sea tratado como objetivo. Y, sin embargo –y esto también quiero decirlo– acrecienta mi orgullo: pertenezco a un pueblo que ha aprendido a vivir sin pedir permiso para existir, a sostener su identidad sin odio hacia nadie, y a defender la vida aun cuando otros deciden negársela.
Jánuca recuerda una pequeña lámpara que no se apagó. Esa metáfora es una responsabilidad cívica. Porque la lucha contra el antisemitismo no es un favor que se les hace a los judíos; es un examen moral de la sociedad que lo tolera. Cuando se acepta la demonización de una minoría –sea cual sea–, se abre una grieta por la que, tarde o temprano, se desliza la violencia contra cualquiera.
Costa Rica, que tanto aprecia su tradición democrática y su convivencia civil, no debería mirar esto como un problema “de otros países”. Deberíamos mirarlo como advertencia: el odio importado viaja rápido; la desinformación viaja más rápido, y la cobardía –esa cobardía que calla para no incomodar– siempre encuentra excusas. Y se manifiesta tímidamente: “cancelen el Tratado de Libre Comercio con Israel”.
A quienes hoy se sienten “sorprendidos”, les propongo una tarea más útil que el asombro: nombrar las cosas con precisión y sin “peros”. Si la agresión es por ser judíos, es antisemitismo. Si se ataca una celebración judía, es antisemitismo. Si se pide que el judío renuncie a su identidad para merecer seguridad, es antisemitismo. Y si se condena la violencia con una mano, pero con la otra se justifica el señalamiento, también.
La luz de Jánuca no se apaga a balazos. Pero sí puede apagarse –en el alma pública– por indiferencia. Y esa, al final, ha sido siempre la aliada más constante del odio.
jaime.feinzaig@icloud.com
Jaime Feinzaig es cirujano dentista y exembajador de Costa Rica en Italia.