El acto de leer un libro no es un acto sencillo. Desde luego hay que partir de que uno lee algo escrito por otro y busca retener los significados parciales de un todo hasta su punto final. Más o menos así lo aprendimos en la escuela o en la experiencia cotidiana.
Aunque tal descripción no es incorrecta, nos parece hoy demasiado estrecha: no podemos dejar de lado, por ejemplo, la discusión entre “obra cerrada” y “obra abierta” que disparó Umberto Eco –muerto hace pocos meses–; y menos obviar que el ilustre literato y semiólogo italiano llegó a decir que cualquier escrito es una caja de sorpresas que no termina en la última página, lo que nos lleva a interpretaciones variadas y a menudo divergentes.
Julio Cortázar trató de contabilizar este fenómeno cuando dio instrucciones acerca de cómo leer Rayuela. Cortázar propone que uno debe ser capaz de leer su libro de manera convencional; o arrancar de la página uno a la 56 y se acabó; o poner en uso lo que él llama “tablero de dirección”, combinando a su gusto los distintos capítulos (juego que podría derivar en un libro inédito e impensado).
Las posiciones de Eco y de Cortázar, si las examinamos con calma, tienen muy en cuenta a quien lee, cuando hasta no hace mucho el protagonista de la literatura sin duda era quien escribía.
En esta línea, Borges define al lector como coautor y alguien, más audaz y extremo –el novelista irlandés James Joyce– afirma que los lectores son aquellas criaturas, providenciales casi, que ordenan la obra narrativa y le abren un destino, mientras el autor arroja un material que a menudo desconoce porque yace bajo el dominio de lo inconsciente, el lenguaje y el puro azar.
Una escena. En Ana Karenina (1877), que antes de ser un grueso volumen fue la suma de varios folletines periodísticos de amplia repercusión popular, el novelista ruso León Tolstói logra lo que el mismo Joyce denominó “epifanía” (Joyce no había nacido aún).
¿A qué epifanía nos referimos? El libro contiene una escena, en rigor, una anécdota lateral, una tilde que aligera el tono sinfónico de la historia y que arrastra desde su origen a los personajes y a cada lector, generando de a poco, pero cada vez con mayor tensión, una curiosidad cómplice alrededor de un secreto.
Y no es un sentimiento cualquiera: implica una serie de códigos cruzados, la expectativa muda, interrogantes discursivos y una solución… de conjunto. Mejor les cuento.
Levin y Kitty se desencuentran en el largo principio de la trama. Él ha sido rechazado en su primer pedido de mano, pero lo intenta de nuevo bastante después:
–Hace un tiempo que quiero preguntarle una cosa –añadió (Levin) mirando directamente los ojos acariciantes, aunque asustados de la joven.
–Pregúntela por favor.
–Aquí la tiene –dijo–; y escribió las iniciales c, d, q, n, p, s, q, d, n, o, s, e. Estas letras significaban: “Cuando dijo que no podía ser, ¿quiso decir nunca, o solo entonces?”. No era probable que ella pudiese descifrar una frase tan complicada: pero él la miró como si su vida dependiese de si ella comprendía esas palabras.
Kitty lo miró seriamente, apoyó en la mano la frente cejijunta y empezó a leer. Le miró un par de veces de soslayo como preguntándole: “¿Es esto lo que me parece que es?”.
–He comprendido –dijo ruborizándose.
–¿Qué significa esto? –preguntó él, señalando la n que representaba la palabra nunca.
–Significa nunca –repuso ella– pero no es verdad.
El pasaje termina con la respuesta de Kitty. Sin embargo, el lector ya no el mismo de antes, no alguien que recibe palabras de los personajes y las procesa: se ha creado una comunidad entre quien lee y los seres de ficción.
El secreto empieza a ser compartido y descifrado y este es un trabajo, un tránsito de los ojos que van y vienen del libro al lector y viceversa.
Las letras se han vuelto locas y arrancan jirones de luz de una oculta intimidad. Es un triunfo, acaso uno pequeño, pero de aquellos que vienen acompañados de música feliz.
El autor es escritor.