
La noche en que nací, en cuanto recostaron mi cabeza sobre su pecho, mi mamá contó, uno a uno, los dedos de mis pies y de mis manos. Lo hizo muy rápidamente, dos veces, para estar segura. Era importante estar segura y era importante la rapidez: yo había nacido a los seis meses de gestación y debían introducirme de inmediato en ese vientre artificial, mitad refugio, mitad cámara de bronceado, que conocemos como incubadora.
Si creemos en los índices de viabilidad de los recién nacidos de inicios de los setenta, estuve a punto de no nacer. A punto de atravesar gateando hacia atrás, como en una versión rústica del moonwalk de Michael Jackson, la frontera delgada que separa a los neonatos de los nonatos. La incubadora fue entonces mi salvación y la prueba de que yo era más un ratón de laboratorio que un bebé, como sugerían mi tamaño diminuto, el peso exiguo y la transparencia de mi piel.
Al día siguiente, muy temprano, una doctora le trajo su hija recién nacida a mi mamá para que pudiera amamantarla. “Yo no tuve una niña sino un niño”, contestó mi mamá, al borde del llanto. “Un-chi-qui-ito”, enfatizó como enfatiza hoy, más de medio siglo después, cuando recuerda el episodio. Más tarde, el médico que la había atendido la noche anterior lo aclaró todo.
Acá resulta necesaria otra aclaración. La noche en que nací hubo una luna llena espléndida, lo que significa pasillos inundados de bebés, madres al borde de un ataque de nervios, padres que deambulan en zigzag antes de ser expulsados de la sala de partos y enfermeras que chocan entre sí mientras cargan a un niño en cada brazo. Si a esa escena cantinflesca se le suma el nacimiento de dos prematuros, el intercambio de bebés parece inevitable.
Abarcar el mundo
Alguna vez sentí curiosidad por conocer un poco sobre esa otra vida que pudo ser la mía, pero no logré seguirle la pista. El azar había borrado las huellas de la otra yo, así como había querido que una noche cualquiera, en un hospital de San José, nacieran dos bebés prematuros: una niña y un niño. ¿Qué habría pasado si esa noche llegan a nacer dos prematuros con genitales similares? En ese caso, el intercambio habría pasado inadvertido y mi vida sería otra.
Aunque tal vez no se trata de pensar en la vida que pude o podría vivir, sino en las vidas que he vivido. Así, en plural, porque somos muchas vidas. Soy el cineasta que hace de profesor universitario, pero también el jugador de fútbol que no fui y el bailarín de salsa que apenas pude ser. Soy la vida de mi abuelo, Ramón Mesías Ureña, el mejor contador de historias de fantasmas de Jiménez de Pococí, la de mi tatarabuela Josefa Carvajal, la partera de Villa Quesada, y la del aventurero español que a inicios del siglo XVIII cruzó el Atlántico en busca de fortuna.
Soy el relato de los libros que me han marcado y los personajes con quienes he aprendido y sufrido. Soy las imágenes que no se borran en mi cabeza, las películas que me han dilatado las pupilas y los temas que me interesan cada día más, incluso sin saber por qué. Soy el rincón del mundo en el que he sido feliz, el país en el que nacieron mis padres y los vacíos y paradojas de ese país.
Comprender nuestras vidas supone levantar la vista, conversar con parientes y amigos, recordar, hacer preguntas, andareguiar, primero en una dirección, después en la opuesta, y preguntar otra vez. Para comprender una vida, cualquier vida, es necesario abarcar el mundo entero. Salman Rushdie propone esta idea poderosa en Hijos de la medianoche (1981): una novela enciclopédica que cuenta la historia de dos bebés intercambiados al nacer.
Gitanos y parteras
“Cuando los bebés nacían en las casas, no existían esos problemas”, afirma mi papá durante el desayuno en que comentamos el episodio del intercambio. Lo dice con la autoridad de quien nació en su casa, al igual que sus doce hermanos, en una familia gitana que trashumaba muy lejos de los gitanos. Una familia que viajó por todo el país buscando siempre un mejor lugar. Cuando no apareció una partera que recibiera al recién nacido, mi abuelo Ramón se encargó de esa faena.
Joaquín Sabina canta que, si le dieran a elegir, entre todas las vidas elegiría la del pirata cojo con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo. A mí las vidas me han elegido. He sido cineasta, gitano, contador de historias de fantasmas, aventurero español y partero improvisado. Fui también la niña transparente con cuerpo de ratón que llevaron hasta la cama de mi mamá para que pudiera amamantarla. Esa es una de mis vidas preferidas.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.