El próximo 25 de noviembre puede que nos recorra a muchas el mismo pensamiento, el mismo dolor, el mismo golpe en el corazón: ¿por qué, por qué tanta violencia?
La violencia contra la mujer es un encuentro con los propios límites; es el lugar en donde se habilita la deficiencia de la ley. Una mala forma de lidiar con la alteridad. Es un modo de vivir que fue donado; alguien invita a ese mundo, abre la puerta a esas palabras y acciones, a esa forma de pensar y sentir. Se aprende la violencia contra la mujer –tal como se aprende cualquier cosa que verdaderamente se hace propia– a través de un vínculo afectivo: solo se puede hablar la lengua de esa violencia si esta fue donada y heredada; es decir, esta se instaura sobre la base de la transmisión y la legitimación.
Pronto conmemoraremos otro Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, y esto nos obliga a negarnos a esconder bajo la alfombra los signos de fracaso que sobre este tema nos ofrece la realidad, en vista de que no es difícil encontrar en ellos una fuente de desasosiego que los convierte en materia de una lucha necesaria.
A lo largo de los últimos casi cuatro años, hemos presenciado la tenaz violencia de algunos personajes, un tanto vulgares y anodinos, empeñados en destruir la estabilidad y la seguridad de las mujeres costarricenses. Para muestra, un botón: la derogación de la norma técnica sobre el aborto terapéutico, aduciendo, bajo la más completa ignorancia y violencia machista, que “se han dado abortos ilegales por mujeres que simplemente han decidido no cuidarse”.
Este tipo de razonamiento, que se ha repetido a lo largo de la administración actual, es una perfecta alegoría del afán de dominio como forma de violencia, que se caracteriza por un tipo de pensamiento regido por la lógica de la propiedad y el monopolio.
A todas luces, el derrumbe del mandato de violencia –que se volvió fibra capilar en el tejido social– es lo que verdaderamente podría tener efecto en la convivencia social y en la posibilidad de entablar relaciones saludables entre los hombres y las mujeres; es decir, menos mendaces y abusivas.
Es así como nuestra lucha, mientras sea solamente una, permanecerá abajo, impronunciable, ignota. Los y las costarricenses no podemos renunciar a la obligación de defender un espacio que nos resguarde del capricho del más fuerte, de la violencia de aquel y aquella que se jactan del heroísmo inútil de tener la última palabra.
Pretendo, con estas líneas, interpelar al compromiso con nuestro país que requiere huir de toda forma de servidumbre, y que demanda, además, tomar en serio al enemigo, para quien es fácil jugar al ajedrez con sus ocurrencias según su estado de ánimo o su necesidad.
El psicoanálisis me ha enseñado que de nuestra posición de sujetos somos siempre responsables; por eso es que, en las próximas elecciones nacionales, no me verán arrodillada ni mucho menos atando –como algunas– el nudo de la corbata al presidente.
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Carolina Gölcher es psicóloga y psicoanalista.