
Se suele repetir, con razón, que la familia es el elemento natural y fundamental de la sociedad. En ella se gestan los vínculos más profundos, se transmiten valores y se forman las personas que mañana sostendrán la vida en común. Sin embargo, asistimos a un tiempo de tensiones crecientes entre dos esferas inseparables de la existencia: la vida familiar y el trabajo.
La incorporación masiva de la mujer al mercado laboral ha enriquecido a nuestras sociedades, pero al mismo tiempo ha planteado desafíos inéditos. La pregunta que surge es si estamos dispuestos a crear las condiciones para que familia y trabajo no se perciban como ámbitos en conflicto, sino como espacios de mutua realización.
La conciliación de la vida familiar con la laboral consiste en equilibrar las exigencias del mundo del trabajo con las necesidades propias de la familia. No se trata únicamente de un asunto técnico de horarios, sino de una cuestión humana de fondo: cómo logramos que hombres y mujeres vivan con dignidad, sin que deban optar entre el desarrollo profesional y el ejercicio responsable de la maternidad o la paternidad. La profesora Carolina Montoro lo sintetizó con claridad: “El desarrollo de medidas que faciliten la conciliación de la vida laboral y familiar puede no solo hacer que las mujeres vivan mejor, sino que no se vean enfrentadas a la disyuntiva de trabajar o ser madre”.
Pero la conciliación no puede reducirse a un esfuerzo individual de las mujeres. Exige un enfoque integral que convoque a la familia, las empresas, la comunidad y el Estado. A nivel gubernamental, es indispensable promover políticas públicas que permitan a las familias superar obstáculos. Hablamos de licencias de maternidad y paternidad suficientes, horarios flexibles, subsidios de cuidado, acceso a redes de cuido y reconocimiento legal del derecho a conciliar. Estas medidas no sustituyen a la familia, sino que, bajo el principio de subsidiariedad, la fortalecen.
En el ámbito empresarial, urge transformar la cultura organizacional. Una empresa no es únicamente una sociedad de capitales, sino también una comunidad de personas, como lo recordó san Juan Pablo II. Cuando las compañías promueven horarios flexibles, teletrabajo, programas de bienestar y equidad de género, no solo benefician a sus empleados, sino que generan “salario emocional”: trabajadores más motivados, productivos y leales. La conciliación, lejos de ser un costo, es una inversión que multiplica la competitividad.
La corresponsabilidad, sin embargo, no se limita a leyes o políticas corporativas. Supone también una revolución cultural en la que los hombres asuman un papel activo en las tareas del hogar y la crianza de los hijos. No se trata de “ayudar” a la mujer, sino de compartir de forma equitativa las responsabilidades. Cocinar, acompañar a los hijos en sus estudios, organizar la logística familiar o solicitar horarios flexibles en el trabajo son actos concretos que construyen igualdad real. Sin esa corresponsabilidad masculina, la conciliación seguirá siendo una promesa incompleta.
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El reto también interpela a la sociedad en su conjunto. Campañas educativas, programas escolares y redes comunitarias pueden sensibilizar sobre la importancia de valorar el trabajo doméstico y de cuidado, que tantas veces permanece invisible. Reconocerlo como un aporte esencial al bien común es un paso hacia la justicia.
En Costa Rica, contamos con un marco constitucional y legal que protege tanto a la familia como al trabajo. La Constitución reconoce el matrimonio como base de la familia, garantiza la igualdad de los cónyuges y protege especialmente a la madre y al menor. Estas disposiciones se complementan con licencias de maternidad, permisos de paternidad, redes de cuido, jardines maternales y la posibilidad de teletrabajo. Sin embargo, la realidad demuestra que aún queda mucho camino por recorrer: la desigualdad en la distribución de las responsabilidades familiares persiste y limita la plena participación de las mujeres en el mercado laboral.
Lo esencial, en última instancia, es comprender que entre familia y trabajo no existe contraposición, sino complementariedad. La familia necesita del trabajo para subsistir, y el trabajo necesita de la familia para existir. Sin familias, no habría personas dispuestas a trabajar ni profesionales capaces de sostener la vida económica. Familia, trabajo y sociedad forman un círculo de mutua dependencia que debe ser respetado y fortalecido.
La conciliación de la vida laboral y familiar, entendida como corresponsabilidad, no es una utopía. Es una condición indispensable para la dignidad de la persona, el bienestar de las familias, la competitividad de las empresas y la cohesión de la sociedad. Si no somos capaces de armonizar estos ámbitos, estaremos condenando a las familias a vivir bajo tensiones insoportables, y a las empresas, a perder talento valioso.
Como sociedad, tenemos el deber de dar un paso más: pasar de la simple conciliación a la corresponsabilidad. Y comprender, con Juan Pablo II, que familia y trabajo no están llamados a enfrentarse, sino a potenciarse mutuamente como ámbitos en los que la persona se realiza en plenitud.
Alex Solís Fallas es abogado constitucionalista y fue contralor general de la República.