
Hace unas tres generaciones humanas (la de sus padres o la de sus abuelos, dependiendo de la edad del lector) las compras de alimentos se realizaban, con harta frecuencia, diariamente (de ahí, sí, la expresión “el diario”), y eran muy simples de realizar porque, amén de la muy limitada gama de productos disponibles, no había marcas, o había solo una. Así, uno compraba la manteca, la masa o los frijoles. Sin más.
Tres doritos después (chiste intencional), cualquier supermercado nos ofrece veinte o más presentaciones solo de pasta dental. Dado que la combinación de marcas, formatos, sabores, colores y propósitos es un número de tres cifras o más, la elección de cuál comprar presenta un problema serio a nuestras capacidades cognitivas.
Podríamos recopilar los datos oportunos, llenar una hoja de cálculo con las diferentes opciones y definir una serie de criterios para realizar una elección racional. O podríamos también, cuando menos, sacar una calculadora para estimar el costo por gramo de cada opción (que, por cierto, es muy superior al de un kilo de pechuga deshuesada o dos kilos de aguacates). Pero no: como en esta ocasión no estamos dispuestos ni a perder el tiempo ni a procrastinar, optamos por definir mentalmente un criterio clave (la marca, el sabor, el precio…) y agarrar la que mejor creamos que encarna ese criterio. Y nos vamos satisfechos. Por dos razones: no es una elección que sea muy trascendente (si nos equivocamos, podremos probar otra en la próxima ocasión) y hemos hecho una simulación de racionalidad, convenciéndonos de que la regla aplicada es una decisión razonada.
Algo similar ha pasado con las relaciones de pareja y los matrimonios. Decía el doctor Lecter que codiciamos lo que vemos. Y antes, lo que veíamos no era mucho: la chica de la casa del frente o de la par; el muchacho del barrio, compas de la escuela o el cole. Si la suerte ayudaba, el ámbito de la elección podía extenderse hasta la universidad y, si ya lo iba a dejar a uno el cabús, hasta el trabajo.
Esa limitación de opciones hacía que, forzosamente, se cumplieran dos condiciones. La primera, que la lista de requisitos fuera muy acotada: que fuera una persona agradable, a la vista y al trato; ojalá pellizcada; trabajadora o hacendosa; de buen carácter y ojalá con humor; de “buenas costumbres” y de “buena familia”. La segunda condición es que, por esa misma cercanía, la información disponible para aquilatar todas esas cualidades era abundante y se actualizaba frecuentemente. Al punto de que podía extenderse a la condición patrimonial de la familia del prospecto, condición que, siendo prometedora, y aunada a las anteriores, convertía a este en un “buen partido”.
Hoy en día, las opciones para conocer potenciales parejas se han multiplicado, tanto geográficamente cuanto en el número de ámbitos en los que puede producirse. Y hemos reemplazado el barrio por el infinito ciberespacio.
Pero, curiosamente, esto ha traído aparejada una complejidad extrema para realizar eficazmente, o al menos satisfactoriamente, esa elección. No estamos ya tan informados de los contextos de las personas que tratamos, porque las conocemos ya creciditas o porque nos las encontramos en Praga. Pero, además, nuestra lista de requisitos supera los 250 atributos, y el no cumplimiento de uno solo de ellos es una bandera roja para descartar el producto y volver a iniciar el proceso, en un ciclo sin fin. La cosificación de las relaciones las ha equiparado a la elección de una pasta de dientes, solo que con implicaciones mucho más serias.
Pues bien: lo mismo nos ha pasado con los partidos políticos. Antes se asemejaban a las potenciales parejas: eran pocos; sus miembros, conocidos; existía una afinidad cultivada, muchas veces por tradición familiar y lo venían a visitar a uno una vez cada cuatro años, en una plaza pública (que, junto con los feriados patronales, era una de las pocas opciones de esparcimiento del pueblo) en la que abundaban las cálidas muestras de afecto, alzando niños, besando señoras y apretando la mano de los caballeros.
Ahora son más como las pastas dentales: muchos, diversos, algunos desconocidos, con personas que ni conocemos, ni nos visitan, ni nos hablan, ni, mucho menos, nos abrazan o nos besan.
Y ante esa sobrecarga cognoscitiva, muchos ciudadanos les han vuelto la espalda a las elecciones, por evitar la fatiga, sí, pero poco conscientes de la trascendencia y las implicaciones, muy serias, que su desgano tiene para todos.
Porque estamos ante una elección que ofrece las dificultades de la elección de una pasta de dientes, aunado a las serias consecuencias de una elección de pareja.
Valdría la pena que estos ciudadanos reconsideraran, definieran uno o unos pocos criterios personalmente valiosos, sacaran un poco de tiempo para sopesar las opciones, las acotaran y, así sea por descarte, llegado el primer domingo de febrero, pudieran salir a votar por su opción predilecta (o menos mala, dijo aquel) diciendo: ¡Qué buen partido!
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.