El hombre del siglo XX se sacralizó a sí mismo y humanizó, correlativamente, a Dios. La laicización de la cultura –culminación del humanismo antropocéntrico del Renacimiento– nos ha conducido a una especie de narcisismo antropológico.
Vivimos en la era “de los derechos humanos”. El hombre-Dios. Un hombre que se ha reapropiado las facultades que alguna vez atribuyera a la divinidad. Por otra parte, hemos humanizado a Dios. Queremos a Dios cerca, zurhanden (Heidegger), a la mano, por poco, un buen amigote.
Buscamos una aproximación más equipotencial: Dios es también hombre. Ya no necesitamos a Dios como garante de nuestros gestos morales, ni como redentor, ni como sostén de nuestra filosofía (tal era el caso de Descartes, científico y racionalista antonomástico).
El hombre no se abstiene ya de hacer el mal por temor a Dios. Lo hace porque le enseñaron a ser decente. El concepto de decencia –el respeto por la integridad física y psíquica del otro– es eminentemente laico.
Jesucristo jamás habló de ella: habló de amor, perdón, caridad, compasión, obediencia al Padre. Pero nosotros no tenemos por qué acatar los mandatos de un padre legislador. No actuamos ya por obediencia. La decencia comienza a ser necesaria –imprescindible, de hecho–, justamente en la medida en que la obediencia deja de serlo.
Existe en el mundo contemporáneo una resistencia profunda a toda ética fundada en el dogma religioso. No debemos respetar al ser humano por cuanto Dios así lo comande, sino por el mero hecho de que es humano: con ello queda dicho todo. Una nueva definición de lo sacro.
Inmundicia moral. Comprendo la indignación de quienes, un día sí y otro también, se ven sometidos a la monserga según la cual la moral solo sería concebible dentro de la normativa religiosa.
Para ser decente habría que creer en Dios. ¡Ah, los predicadorzuelos y fariseos de todos los tiempos: una especie que no termina de extinguirse!
Antes bien, se impone la necesidad de crear una ética laica. ¿Su basamento? La Declaración Universal de los Derechos Humanos es un buen comienzo: ¡Lástima que nos tomara diez mil años llegar a ella!
Pero quienes defienden la noción de una ética laica suelen invocar, para ello, argumentos incorrectos. Corren a levantar la lista de todos los tartufos, sátrapas, genocidas, aberrados sexuales y déspotas que colorean la historia de la Iglesia Católica.
Es una realidad innegable, por cierto, pero no es una manera adecuada de descalificar el proyecto de una ética de fundamento religioso. Del hecho de que la historia de la Iglesia Católica esté llena de rufianes de la peor estofa (pensemos, para no ir más lejos, en la pornocracia papal, el saeculum obscurum del Medioevo) no podemos inferir que una “conversión” al ateísmo vaya a limpiar al mundo de inmundicia moral.
Los corruptos no son tales por cuanto católicos, sino a pesar de serlo. Así que argüir que la moral de fundamento religioso se ve desmentida por la conducta reprensible de sus adeptos o líderes, no es un argumento convincente, y no satisfará a quien guste de razonar correctamente.
Por supuesto que creo en la ética laica, en el concepto de decencia –que, una vez más, no es una noción religiosa–. Pero esa no es la línea de ataque que conviene adoptar: ventilar urbi et orbi los sórdidos expedientes del Vaticano se convierte en no más que una falacia ad hominem contra el cuerpo de la Iglesia, lleno, por demás, de hombres y mujeres de todo punto admirables.
Los que sostienen que sin Dios estamos condenados a ser criaturas irremediablemente inmorales fundamentan su argumentación en un paralogismo no menos chirriante. El argumentum ad consequentiam , o argumento dirigido a las consecuencias. Otra falacia.
Concluir que una premisa (típicamente una creencia) es verdadera o falsa basándose en sus resultados: si la premisa conduce a una consecuencia deseable, es verdadera; si acarrea lo indeseable, es falsa.
“Debemos hacer el bien” (la consecuencia), “porque Dios existe” (la premisa). “Podemos hacer todo el mal que nos plazca” (la consecuencia), “porque Dios no existe” (la premisa). Mal, mal, muy mal razonado.
Fuere como fuere, el hecho es que hemos destituido a Dios, lo hemos declarado una mera proyección hiperbólica de facultades que siempre han estado en el ser humano.
Feuerbach, Schopenhauer, Nietzsche han recuperado –en tres tiempos– los atributos divinos para el hombre. El lugar de donde nunca hubieran debido salir –sostienen quienes así piensan–.
Creer, siempre creer. Un hombre divino, un Dios humano. Sacralizado el primero. Humanizado el segundo. Ya veremos a qué nos lleva esto. Por lo que a mí atañe, no estamos sino volviendo a “el hombre es la medida de todas las cosas” (Protágoras). Hoy los derechos humanos son casi una institución religiosa. Creer, siempre creer en algo: he ahí, como siempre, lo único que cuenta.
Una cosa, por lo menos, es segura: el ser humano es el único animal incapaz de vivir sin sacralizar. Una vocación, una clinamen , un penchant natural. Rasgo antropológico, no cultural. Jamás hubo civilización, cultura, sociedad, pueblo, tribu, clan, comunidad, que no creara su dios –o sus dioses–. Ahora le ha llegado el turno –tal parece– a la criatura humana.
Momento de instalarnos plácidamente en nuestro nuevo altar, y tirar al suelo al señor que durante dos milenios ocupó nuestro lugar. ¡A adorarnos se ha dicho!
En el mundo occidental, a nadie meten a la cárcel por blasfemar o por declararse ateo (aunque no faltan los cretinos que así lo quisieran). Sí nos encerrarían, en cambio, por proferir un comentario racista: es un crimen de lesa humanidad: es Ella, la nueva deidad, la que está siendo lesionada.
Bueno, un dios más, and so what ? ¡Tantos han venido, tantos se han ido! Y este, el nuevo, El Ser Humano, ¡qué diosecillo de papel! Pero también los dioses pasan. Lo propio de toda religión es haberse propuesto a sí misma, en su momento, como universal, absoluta, eterna, necesaria.
Ahí tienen ustedes los dioses de los etruscos, babilonios, sumerios, egipcios, asirios, fenicios, hititas, griegos, romanos, hunos, godos… ¡Tan universales, absolutos y eternos! ¡Risible concepto de eternidad, la del ser humano: unos cuantos siglos, a lo sumo! ¡Somos tan pomposos! El hombre endiosado también verá morir el culto de que es objeto.
No creo en la sacralización de lo humano. No creo en la correlativa humanización de Dios. ¿En qué creo, entonces? Por lo pronto, procuro apenas entender. “Creer” es una palabra muy grande. Y mi manera de entender es preguntando. Es lo que pienso seguir haciendo.
Cuando logre entender algo, lo compartiré con ustedes. Habría que comenzar por preguntarse: ¿Es la fe cuestión de entendimiento o de sensibilidad? ¿Un saber –extorsionado racionalmente a la realidad– o un sentir? ¡Ah, nada tan bello como los signos de interrogación!
Jacques Sagot es pianista y escritor.