En los sesenta, la palabra mágica era “política”. Todo en el mundo tenía que ser solucionado mediante el activismo político.
En los setenta, gracias a Althusser, la “palabra maná” (Barthes) cambió: ahora era cuestión de “ideología”.
La política pasó de moda, y todo en el cosmos se redujo a ideología: la sociedad era, en esencia, la expresión de la ideología de la clase dominante, y el Estado cumplía con generar aparatos de condicionamiento que lo autolegitimaban y deificaban.
Pero la palabrita se gastó. Comenzó entonces a ponerse en boga la “ética”. Ahora resultaba que todos los problemas del universo serían resueltos mediante comités, secretarías, consejos, tribunales y juntas de ética.
Como todo lo que tocan los políticos, el vocablo se erosionó. Así que el nuevo grito guerrero es “espiritualidad”.
No creo que hayamos nunca sabido a ciencia cierta qué era política, ni ideología, ni ética, ni espiritualidad (por “saber” aludo a un conocimiento vivencial, ese que va más allá de la definición académica “oficial” de las nociones). Pero eso nunca importó: lo único que contaba era hacer juglerías con las palabras, y estar intelectualmente a la moda.
Porque las ideas, los conceptos, las nociones, no escapan a ese fenómeno que llamamos “moda” (ya Descartes alude a este fenómeno): surgen, alcanzan su apogeo, saturan el mercado y son desplazados por nuevas nociones: emergencia, ápex y subducción.
Juego como en la bolsa. Mi punto es este: ¿No han terminado los conceptos por asumir la forma-mercancía? ¿No están comportándose exactamente como ella? ¿Cuestión de innovar, explotar, mercadear y desechar? He ahí mi suspicacia, he ahí mi preocupación.
Los conceptos suben y bajan, según el modelo bursátil, inestable, volátil: lo que ayer se cotizaba a precio de oro es hoy un fósil nocional, mera obsolescencia.
Aun las ideas –nobles o abyectas– bailan al compás de una especie de Wall Street conceptual, de mercado fluctuante, imprevisible. Las ideas también se pavonean en el universal escaparate, en la vitrina, en la pasarela de un mercado monstruoso e inescapable.
¡Ah, el capitalismo, qué astuto engranaje! ¡Cómo ha sabido mutar, adaptarse a todo, fagocitar y poner a jugar a su favor aun aquellas cosas que tan virulentamente lo combatían! Maleable, elástico, mimético, asimila a su enemigo con sus poderosas enzimas digestivas y lo convierte en aliado.
El Che Guevara transformado en calcomanía, lonchera, película, camiseta, bolso, cuaderno, motocicleta, bebida, tatuaje… ¿Hace falta decir más?
El universo entero pareciese haber asumido la forma de una inmensurable bolsa de valores: el valor “honor” se cotizaba a precio de oro en tiempos de nuestros abuelos. Hoy es una baratija.
El valor “cultura” baja, mientras sube el valor “información”, y el valor “conocimiento” se deprecia para que ascienda el valor “operatividad”.
Un eficaz operario bien informado “vale” más, hoy, que un ser humano culto y pleno de conocimiento. Todo fluctúa, nada parece estable, salvo la inestabilidad misma de los valores.
Es como si el mundo de las ideas se hubiese adecuado a la dinámica y el ritmo del capitalismo: producir, innovar, distribuir, saturar, desechar.
El solo. ¿Qué hacer al respecto? Las respuestas se alinean en dos vertientes. Primera: bailaré dócilmente al ritmo de los tambores ideológicos que el mundo me dicta. Segunda: como Antígona, diré ¡no! y seré un rebelde, militante de una cultura de la resistencia. No transigiré, no negociaré, no pactaré con un mundo que juzgo radicalmente trastornado.
Bella actitud que solo deberá asumir aquel o aquella que esté dispuesta a comer raciones descomunales de soledad.
La agria, áspera, amarga soledad con que el mundo castiga a todo ser humano que diverja de sus diktats.
La soledad moral de que hablaba Max Scheler: vivir a contrapelo de la axiología de toda una época, mil veces más ardua que la soledad del hombre o la mujer extraviados en mitad del desierto.
Pero sé de buenos degustadores de la soledad. Los conozco, y muy bien. La comen fría y no desperdician la menor migaja.
Ellos son los llamados a ponerle alto al vértigo de la locura. Ellos no son mercadeables y no quieren comprar el mundo: tan solo entenderlo. Ellos burlarán al monstruo y nos devolverán eso que tan desesperadamente necesitamos: estabilidad, nombre, raíces, esencia, identidad.
El autor es pianista y escritor.