
No deja de sorprenderme la poca atención que pedagogos y psicopedagogos han prestado a la proposición de Ludwig Wittgenstein, según la cual “los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo”. Es decir, si no poseemos un lenguaje portentoso y fluido, el mundo será tan diminuto que apenas será comunicable.
Es evidente que, si por ejemplo leo El Quijote o la orwelliana 1984, enterándome al mismo tiempo de su contexto histórico, de la vida de sus autores e investigando en un diccionario el significado de las palabras que ignoro en los textos, no solo mi lenguaje y mis posibilidades sintácticas y semánticas aumentarían, sino que el mundo adquirirá nuevos matices y tendrá otras nuevas dimensiones.
Algo parecido ocurre con el aprendizaje de las matemáticas, pues formular algebraicamente una situación teórica o práctica nos permite ver los intersticios que antes eran puntos ciegos para un inexperto en relaciones entre variables dependientes.
Sin embargo, hoy pareciera que docentes y padres de familia están más preocupados en ser compadres y amigos de los jóvenes, en lugar de ser sus maestros. Esto constituye también una forma de “abandono juvenil”, pues, la Escuela (así, con mayúscula) es el sitio en donde los ciudadanos adquieren la ilustración necesaria para aprehender el mundo: allí aprendemos a dejar de ser el que éramos, para perseguir a un nuevo “yo pensante”, maravillándonos, en el proceso, de saber lo ignorantes que fuimos.
Así, el eje central de cualquier plan educativo convincente y veraz, debería ser la adquisición de un lenguaje amplio y fluido; sobre todo, después de leer –en estado de shock– el reciente Informe del Estado de la Educación 2025.
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Francisco Barrientos B., profesor de Matemáticas