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(Alber Marín)
La nota publicada en «La Nación» el lunes sobre el inminente colapso del sistema penitenciario no sorprende. El gobierno, desde el primer día, renunció a sostener una agenda reformista en la materia y no ha impulsado un solo cambio legal relevante en casi cuatro años, pese a que nuestro modelo punitivo requiere ajustes estructurales.
Apostó por las construcciones en marcha que, sabemos bien, son insuficientes. En retrospectiva y con más elementos de juicio, queda mucho más claro que era imposible llevar adelante aquella agenda cuando se tiene la mirada puesta en una institución tan compleja mientras por otro lado se coquetea con el siguiente cargo político. Todo legítimo, pero desprovisto de sentidos de urgencia y oportunidad.
La actual jerarca reclama a los jueces de ejecución de la pena no dejarla usar las instalaciones de los centros modelos —las unidades de atención integral (UAI) construidas en la administración anterior— y deja entonces la sensación de que se trata de un capricho atribuible a otros, pero no es así.
No dudo de que a la ministra la mueven las mejores intenciones y la genuina angustia de quienes deben lidiar con una situación tan dramática; sin embargo, el Poder Judicial está haciendo la parte que le corresponde.
No solo es de mal gusto usar a la prensa para extender un litigio que se pierde en los tribunales, sino también, como en este caso, la escasísima vocación democrática al atacar a los órganos que garantizan que, en medio del desastre, las cosas no se agraven aún más y los derechos fundamentales se respeten.
La estrategia es poco honesta, pues se oculta parte de la información. Si los jueces de ejecución de la pena prohíben ubicar reos en gimnasios y en otras instalaciones, es porque esas áreas cumplen una función esencial en el proceso de inserción social.
Un estudio reciente de la Universidad de Costa Rica titulado «La política del cañazo: organización social de la población penal en Costa Rica», demostró que las UAI son los únicos penales donde, por su modelo e infraestructura, el Estado mantiene control absoluto.
Si algo ha debilitado las instituciones penitenciarias en América Latina es la incursión de grupos criminales que reemplazan al Estado y favorecen la violencia y la criminalidad. ¿De verdad vamos a sacrificar lo poquito que funciona por salir del paso y dejarle el problema a la próxima administración?
Lo que no se cuenta es que desde diciembre está terminada la cárcel nueva en Alajuela para cerca de mil personas —que empezó a levantarse en el 2016—, pero no ha entrado en operaciones por falta de recursos. Una vergüenza.
Faltaría más que una mala planeación de los presupuestos deban padecerla quienes se encuentran en las UAI o que por ello se demonice al sistema judicial.
Los problemas de hacinamiento no son fruto de la pandemia. Puede quedar bien usarla como excusa, pero no es así. En cualquier caso, tanto la Corte Interamericana de Derechos Humanos como el Subcomité para la Prevención de la Tortura de la ONU sugirieron a los países, en marzo del 2020, descomprimir centros y buscar medidas alternativas a la prisión. Costa Rica no ha hecho lo suficiente, y esta es una decisión política de la que los jueces no son responsables.
Despotricar contra quienes tutelan los derechos fundamentales consagrados en la Constitución es la salida más simple, pero inútil. En una sociedad democrática, son los jueces quienes evitan, como en este caso, el ejercicio del poder de manera abusiva.
El gran desafío es retomar la modernización del sistema penal, y especialmente del carcelario, lo cual implica decirle a la gente no lo que quiere oír, sino lo que tiene que saber.
Del 2016 al 2021 se han abierto 4 cárceles para 2.000 personas, y la sobrepoblación no ha disminuido. Es evidente que el problema está en otro lado, y poco se hace para cambiar las cosas si, para salvarse uno mismo, lo reducimos a un pleito entre poderes. Esa no es la vía.
Profesor en la UNA.