
Con miras a las elecciones presidenciales y legislativas del 2026, la encuesta del CIEP-UCR reveló, en abril pasado, una estadística decepcionante y alarmante por partes iguales que nos interpela como país: 54% de los costarricenses se identifican con un agresor.
Con la ayuda de Laplanche y Pontalis, podemos definir la identificación psicoanalítica como un proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad o un atributo de otro y se transformará, total o parcialmente, sobre el modelo de este.
Sin embargo, a pesar de comprender que la identificación es un proceso fundamental en la formación de la personalidad, es necesario preguntarse ¿por qué la mitad de los costarricenses apoya el orden autoritario y la agresión, hasta el límite de renunciar a los argumentos racionales y al pensamiento independiente?
Para entender las razones por las cuales a algunas personas les resulta emocionante apoyar a los agresores, primero habría que voltear la mirada a la ansiedad que subyace detrás de las personalidades narcisistas propias de los opresores. El psicólogo y psicoanalista Sheldon Bach describió el origen de esta ansiedad como resultado del sentimiento de no sentirse contenido en la mente de los otros de una manera vital y permanente, un sentimiento que generalmente comienza en la infancia y proviene de una madre preocupada por sí misma de forma narcisista y que se aleja emocionalmente de su hijo.
Si el niño, y más tarde el adulto, no puede soportar la ansiedad y la vergüenza causadas por el abandono emocional, y no elabora esta pérdida, es probable que intente negar estos sentimientos a través de defensas narcisistas, que esencialmente insisten en que sus propias necesidades son lo único importante. Esto se traducirá en que las personas que no fueron vistas y atendidas se aseguren, por todos los medios, de ser vistas, por ejemplo gritando, insultando, agrediendo e incluso ridiculizándose a sí mismas con tal de no pasar inadvertidas.
Estos comportamientos agresivos, en tanto defensas narcisistas, son formas de huir del vacío emocional y, a su vez, también de actuar la fantasía omnipotente que les reasegure un lugar en la vida de los otros, y para esto, tal y como lo hizo su madre con ellos, utilizan a otras personas para regular su propio sentido de bienestar.
Volviendo sobre el tema de la identificación, tal como lo sostuvo Freud, constituye la forma más primitiva del enlace afectivo con otras personas. De ahí que es probable que las personas que se sienten solas, impotentes y que temen ser abandonadas, compren la mentira, acepten las migajas, aplaudan la agresión y nieguen su vergüenza con tal de pertenecer a un grupo, tribu o manada.
Paralelamente, la soledad ha sido definida como una pandemia silenciosa que afecta a una de cada cuatro personas y que tiene un gran impacto en la salud física y psíquica. Esta soledad se define como la experiencia de carencia en la cantidad y en la calidad de los vínculos con otras personas, la falta de redes de apoyo en el entorno próximo y el aislamiento social.
Sabemos que el capitalismo ha despojado a las personas de su dignidad, ha cambiado la estructura de la convivencia social y familiar, y ha provocado una crisis de desigualdad y precariedad crecientes, de modo tal que fascinarse con los gritos de un alborotador e identificarse con su deseo de venganza construye no solamente una fantasía reparadora, sino además, una consistencia entre esas identidades, que podrían otorgar a un sujeto solo y desorientado un lugar en el mundo.
Esta identificación con la consecuente sensación de pertenencia se funda sobre la base de un rechazo esquizoide al otro concebido como enemigo. Se comparte, a su vez, un pensamiento paranoide y una visión infantil del mundo al que se divide en buenos y malos, ya sea por la religión, el partido político o la nacionalidad. Se odia a los otros porque son malos y se rechaza toda preocupación por ellos, se teme que sus comunidades, sectas o partidos políticos sean infiltrados y tomados por ellos y se idealiza a un líder como extraordinariamente bueno y fuerte.
Lo descrito anteriormente es una forma escandalosa de disociación paranoica y es considerada como una especie de tribalismo en la vida política en estos días. Sin embargo, lo que hay de llamativo detrás de esta actitud de rebaño no es estar en una tribu per se, sino la fascinación por la multiplicidad y, con ello, la posibilidad de alojar un pensamiento supremacista. Sabemos que la segregación es inherente a todo sistema simbólico, pero es importante detenerse en lo peligroso de su utilización como herramienta política.
Sobre este punto, cabe recordar la idea de Sándor Ferenczi de que la hipocresía egoísta por parte de quienes tienen autoridad incrementa la sensación de agravio. En la esfera política, la hipocresía se aloja en ideologías que apoyan concesiones habituales con el poder y justifican la opresión, los ciudadanos se vuelven vulnerables a los vendedores de fantasías narcisistas, entregándose a la paradoja de ser irrazonablemente recelosos e irracionalmente confiados.
Todo esto impulsa actitudes sádicas, esquizoparanoides y maníacas, los hechos desaparecen en la confusión mental de una soberbia indignada; las personas pierden su humildad y la perspectiva de las consecuencias reales de sus decisiones.
El desprecio narcisista con el que ha sido tratada Costa Rica ha dejado una gran herida y hay que ser muy humildes, en primer lugar, para reconocer que todos somos responsables de ella, y en segundo, para renunciar a cualquier aspiración de sacar provecho de la fractura en nuestro país.
Si la contienda política que se disputará con miras a las elecciones de febrero se atrinchera en la victimización, o aún peor, en la especularidad de quién tiene más seguidores, quién provoca más risas, quién grita más fuerte, quién es mujer o quién es más vulgar, no habrá contienda; será más bien una delirante riña fálica.
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Carolina Gölcher es psicóloga y psicoanalista.