En octubre de 1975, Matambú era un pequeño reducto indígena chorotega, enclavado en uno de los cerros de Hojancha, Guanacaste, adonde viajé en calidad de encuestador de la Dirección General de Estadística y Censos, hoy INEC, con motivo de la realización de los censos económicos de ese año. Fue mi primer trabajo formal, luego de que por una razón que no viene al caso comentar, había interrumpido mis estudios de periodismo en la Universidad de Costa Rica.
A los 23 años de edad, yo era un chavalo liviano y ágil, detalle menor que, sin embargo, ayuda a perfilar el retrato en sepia del flaco inquieto y enamorado que fui en mi época de mocedad, un soñador de triste figura a merced de Dulcineas que por lo general me rompían el corazón.
El asunto es que una mañana luminosa, don Adrián Cartín Cambronero, jefe del Departamento de Censos de la entidad estatal, conducía con admirable destreza la camioneta de la institución por caminos y recodos polvorientos, distribuyendo a los enumeradores, según los itinerarios previamente asignados. Cada uno de nosotros portaba lapiceros, pilots, croquis y boletas en función de una labor ardua y difícil, dada la importancia de conseguir información fidedigna, estudios de población cuyos insumos, los datos de las personas, resultan fundamentales.
Afable, ojos claros, sonriente, con un frondoso bigote que acentuaba su pinta de buena gente, don Adrián era divertido y conversador. En Estadística y Censos, ejercía un auténtico liderazgo e impregnaba en sus subordinados los principios éticos de una misión que permite saber cuántos somos, quiénes somos y qué tenemos, la estadística vital del desarrollo en cualquier país.
Pues bien, en la ocasión descrita, me correspondía a mí visitar Matambú. “Ya se nos acabó el camino, Roberto, siga a pie hasta la comunidad, realice el trabajo como usted sabe hacerlo y regrese por el otro lado de la montaña, donde estaré esperándole al caer la tarde”, expresó don Adrián. Mientras recibía sus últimas instrucciones, como por encanto, apareció un indígena a caballo con el mismo rumbo.
−Pídale al muchacho que lo lleve, sugirió el señor Cartín.
−No, don Adrián, prefiero seguir a pie, fue mi réplica, dada mi proverbial timidez.
−Tranquilo, yo me encargo.
Don Adrián habló por mí. Obediente y callado, más bien parco, el aborigen bajó del corcel sosteniendo las riendas para que yo subiera. De inmediato, puse un pie en el estribo y tomé impulso. Mas, en pleno vuelo hacia la montura, intuí que algo iba mal. En realidad, tenía el pie equivocado en el estribo y ya no sabía cómo abortar el despegue. A diferencia de Juan Charrasqueado, yo sí tuve tiempo de montar en “mi caballo”, pero al revés. Incrustado a duras penas en la montura, no veía la crin del rocinante, solamente miraba la cola que se movía como un péndulo. Entretanto, recostado en la camioneta, don Adrián se ahogaba de la risa. Sacaba su pañuelo, se quitaba los lentes y secaba sus lágrimas al tenor de un rítmico estertor de sonoras carcajadas sin intervalos.
Minutos después, aferrado a la cintura de mi adusto compañero de travesía, era yo quien hacía ingentes esfuerzos para no soltar la risa, no fuera que el buen hombre se terminara de cabrear y me expulsara de la grupa de la bestia. Por fin, tras una hora de cabalgar, arribamos a Matambú. Cumplí fielmente y con creces la tarea que me había llevado a la cima y agotado, pero feliz, retorné a pie hasta la llanura, donde mi jefe esperaba. “Sabe qué, Roberto, como encuestador va usted maravillosamente, pero de jinetear no sabe ni jota”, bromeó don Adrián. Nuestro efusivo abrazo no se hizo esperar y entre risas, emprendimos el retorno al centro de Nicoya, mientras el paisaje de un sol naranja salpicaba los últimos matices sobre el lienzo del atardecer.
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Roberto García H. es periodista
