
“¿Por qué nos gusta tanto mirar el fuego?”, preguntó una niña a su abuelita, mientras leños de encino calentaban e iluminaban el claroscuro de madera y piedra en la cabaña de la familia Sáenz Ferreto, en El Alto del Colibrí, inmediaciones de Sacramento, en las montañas de Heredia.
“Porque el ser humano lleva siglos observándolo…”. La respuesta de doña Adela Ferreto Segura a su nieta, Li Sáenz Urgell, no podía ser más certera. La tierna escena ocurrió en la infancia de Li, según me contó su padre, Carlos Matías Sáenz Ferreto, mi compañero y amigo en años de juventud en el Centro de Cine, gran fotógrafo y camarógrafo cinematográfico de vasta experiencia y exquisita sensibilidad, hoy retirado de la profesión.
A mí también me agrada observar las llamas danzantes de una fogata. Y me emocionan las velas que arden en las iglesias. Movidas por la brisa que mágicamente se filtra y hace traquear los goznes de las puertas, cada vela encendida es una petición, un anhelo, una lágrima, un gesto de gratitud, el recuerdo emocionado de un ser querido, o retribución espiritual por favores concedidos.
Así como hay velas de fe y esperanza, vemos cirios de dolor en las despedidas. Guardo especial devoción por Candle in the wind, la canción que el inglés Elton interpretó en el funeral de la princesa Diana de Gales (06-09-1997). Escrita en 1973 en memoria de Marilyn Monroe, la pieza fue adaptada en homenaje póstumo a Diana, gran amiga del legendario cantautor y pianista británico.
La vela simboliza la fragilidad de la existencia humana y describe la forma en que Monroe y la princesa Diana vivieron, velas en el viento, a merced de la incomprensión y de las ataduras sociales que sufrieron, cada una en su época y circunstancia particular.
Adrián, mi hijo menor, suele obsequiar a su madre velas fragantes que encendemos en las noches. Aromatizan nuestro hogar y ofician como centinelas de la serenidad. Además, en estos días navideños, la corona de Adviento nos junta en oración y en el ritual de encender cada domingo, una a una, las cuatro velitas.
Más allá del credo de cada quien, orar por el prójimo emerge como necesidad de comunión espiritual en estos días complicados del país, los que podríamos llamar “tiempos recios”, como se titula la novela del escritor Mario Vargas Llosa, cuyo tema central son las dictaduras. No obstante, yo tengo fe en las reservas morales, institucionales y culturales que nos blindan de la opresión.
Aunque, claro, no hay que perder de vista que la democracia podría ser tan frágil como una vela en el viento, si los fuegos desbocados del odio y la posverdad amenazan nuestra tradición civilista, máxime que el ardid incendiario emana del inquilino actual de Casa Presidencial, un personaje que debió guiar a la ciudadanía por los caminos de la concertación y no lo hizo. Que sea entonces la próxima figura presidencial quien restaure la credibilidad y la institucionalidad.
“Costa Rica es mejor que su clase política”. Así tituló don Jaime Ordóñez un esclarecedor artículo en este diario, el 30 de noviembre. Si la gente es el patrimonio de una nación, el bienestar de las mayorías, tendría que ser, obligatoriamente, hoja de ruta y carta de navegación en las políticas de un buen gobierno.

Hay miles de costarricenses en el desamparo. Hace dos semanas, se divulgó en redes sociales un video conmovedor. Un pequeño finquero, despojado de su corral en Las Chorreras, comunidad del norte, fronteriza con Nicaragua, cabalga por un rústico trecho arreando a sus pocas reses, mientras en la lejanía se divisa el reducto que había sido su lar.
Medio cubierto por una rústica capa de plástico, el campesino llora, desconsolado, rumbo a su incierto destino. Son lágrimas de un labriego sencillo que se funden con la lluvia, humedecen sus mejillas y golpean su dignidad. Cada vez que repaso esas imágenes, siento frío, mucho frío. Entonces enciendo una vela, musito una oración y rezo por él. Rezo por todos.
Roberto García H. es periodista.
