A principios de este siglo, me dijeron, el Reino Unido elaboró una lista con las diez acciones más importantes que debía tomar en caso de una emergencia. Una de ellas era salvar los renombrados cuadros de Tiziano que se encuentran en la National Gallery. Solo imaginen si obras maestras como Noli me tangere y Una alegoría de la prudencia llegaran a sufrir el mismo destino que los tesoros del Museo Nacional de Irak en Bagdad tras la invasión estadounidense en el 2003.
La preocupación del gobierno del Reino Unido por la seguridad de las pinturas de Tiziano refuta la afirmación de que el arte elevado ha muerto. Las pinturas clásicas pueden parecer insignificantes en un mundo que se ahoga en trivialidades y “contenido”, porque en tiempos de paz podemos darnos el lujo de distraernos. Pero la guerra cambia la ecuación. Cuando un país o una nación valora su individualidad cultural tanto como su territorio, recursos naturales o instituciones financieras, el arte puede convertirse en un campo de batalla.
Consideremos la ley anti-Pushkin de Ucrania, nombrada en honor del poeta ruso del siglo XIX Aleksandr Pushkin. Aprobada el año pasado, permite la remoción o destrucción de monumentos culturales relacionados con la historia rusa y soviética. Numerosas obras de arte, incluidas pinturas, esculturas y libros de artistas rusos, han sido prohibidas o destruidas como símbolos de una ideología imperial y totalitaria. Sin embargo, parafraseando la observación de Talleyrand sobre Napoleón al ejecutar al duque de Enghien, “cancelar” sumariamente los artefactos culturales de otra nación o grupo étnico es peor que un crimen; es un error.
Qué puede hacer el arte
Por supuesto, con los ejércitos rusos devastando Ucrania, ningún ruso debería atreverse a decirles a los ucranianos cómo abordar su pasado o construir su futuro. Mi corazón está lleno de dolor por las muertes y el sufrimiento que los soldados de mi patria han infligido a Ucrania. Me encantaría poder disculparme ante el pueblo ucraniano en nombre de la nación rusa. Al mismo tiempo, no soy la única que cuestiona la cancelación cultural.
En 1955, en el apogeo de la Guerra Fría, George F. Kennan, uno de los más grandes diplomáticos de Estados Unidos, pronunció un discurso en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. “En la creación de la belleza y en las grandes obras monumentales del intelecto, y solo en ellas”, observó, “los seres humanos han sido capaces de encontrar un puente infalible entre naciones, incluso en los momentos más oscuros de amargura política, chovinismo y exclusión”. Las crisis revelan el verdadero e incomparable poder del arte.
Pero ¿por qué es así? A diferencia de la política, la cultura auténtica nunca miente. Antes de que los políticos puedan siquiera articular su agenda o verdaderas intenciones, el arte a menudo ya lo ha revelado todo. En el 2006, Vladímir Sorokin publicó una novela corta, El día del oprichnik, en la que el zarismo ha regresado y los secuaces del gobierno están al mando. En ese momento, lo desestimamos como pura ficción, una distopía absurda. Hoy, es la realidad de Rusia. Vladímir Putin celebró su quinta investidura presidencial en mayo y el pensamiento independiente ahora es castigado violentamente.
De manera similar, la ficción distópica de George Orwell es vista hoy en Rusia como un manual de supervivencia. En una librería en San Petersburgo el año pasado, me sorprendió ver en la vitrina una exhibición destacada de 1984. “Tenemos que recordar en qué mundo estamos viviendo”, comentó el dependiente.
En 1947, Kennan escribió un comentario ahora famoso para Foreign Affairs sobre lo que llamó “las fuentes de la conducta soviética”. Adoptando el mismo enfoque, podemos rastrear la conducta rusa actual hasta Fiódor Dostoievski. En una carta de 1873 al futuro emperador Alejandro III, el novelista ruso escribió: “Las grandes naciones que han manifestado... sus grandes poderes, aquellas que han traído... aunque sea un solo rayo de luz al mundo, lo lograron porque han permanecido... presuntuosamente independientes”. Putin ve lo que quiere ver en esa retórica: como una “civilización soberana”, Rusia actúa como debe.
Si Putin fuera un mejor estudiante, habría entendido que el llamado de Dostoievski a la independencia nacional no estaba impulsado por un deseo de poder, sino por la convicción de que la contribución única de cada país añade valor al mundo. Pero a Putin no le interesan esos mensajes. Insiste en que está siguiendo un legado imperial establecido por muchos grandes artistas en el pasado. Esta conexión entre política y cultura es profunda. Como escribí en junio del 2022: “Negarse a involucrarse con la cultura rusa no cambiará los cálculos de Putin ni lo obligará a retirar sus tropas de Ucrania. Lo que hará es cortar una posible fuente de información sobre sus objetivos y motivaciones.
Refugio en la tormenta
El fallecido filósofo disidente ruso Andréi Siniavski (más conocido por su seudónimo Abram Tertz) pasó la mayor parte de la década de los 60 en un campo de trabajo soviético por criticar al Estado comunista. En sus memorias, Una voz desde el coro (1974), describió el amor de un prisionero por el arte: “Escuchar un disco de Beethoven, algo modesto que hacemos los domingos con la misma seriedad que la gente libre va a conciertos... porque aquí las cosas escasas... son más apreciadas y valoradas como resultado... cosas... que antes eran comunes... de repente se vuelven preciosas...”.
El arte siempre importa, pero importa aún más cuando la libertad ha desaparecido. Antes del colapso del comunismo, el autor estadounidense Philip Roth observó la diferencia entre ser novelista en el libre Occidente y ser novelista tras el telón de acero censurador: “(En Europa del Este) nada se permite y todo importa; aquí todo se permite y nada importa”. Es cierto. La gente en Rusia, el centro del imperio comunista detrás del telón de acero, veía la cultura de manera diferente que la gente en Occidente. La cultura era nuestra libertad. Era un escape, un atisbo de la libertad espiritual, si no física, que el sistema soviético nos negaba.
El renombrado periodista polaco Adam Michnik, uno de los líderes del movimiento antiautoritario Solidaridad en la década de los 80, estudió ruso en prisión para poder leer a León Tolstói y Dostoievski en su lengua natal. Lo describió como una de las mayores experiencias de su vida. Mientras escapaba a sus mundos imaginados, también influían y modelaban su comprensión de cómo luchar mejor contra sus carceleros comunistas. En 1985, Michnik escribió Carta desde la prisión de Gdansk, explicando cómo la represión lleva a los gobiernos tiránicos a un callejón sin salida de autodestrucción. El telón de acero cayó unos años después.
Ahora, la historia en Europa del Este está rimando. En el Festival de Salzburgo de este año, las entradas para una lectura de las cartas desde la cárcel de Alexéi Navalni se agotaron rápidamente. Sus cartas, al igual que las escritas por Michnik, son ventanas literarias sobre la vida en cautiverio. Navalni, como los prisioneros políticos de generaciones anteriores, describió la condición humana bajo la opresión y la crisis.
En su libro de 1862, La casa de los muertos, Dostoievski describió la vida en un campo de trabajos forzados en Siberia durante cinco años como castigo por su asociación con un grupo político que se oponía al zar Nicolás I. En su libro de 1962, Un día en la vida de Iván Denísovich, Aleksandr Solzhenitsyn escribió sobre sus experiencias en el gulag de Stalin, donde pasó casi diez años. Y en su libro de 1967, Viaje al torbellino, Eugenia Ginzburg detalló su tiempo, durante la década de los 30, en el campo de prisioneros de Magadán, cerca del círculo polar ártico.
Estas obras atestiguan el poder del arte no solo para documentar la opresión, sino también para ofrecer un camino hacia la supervivencia. Nos muestran cómo resistir sin perder nuestra humanidad. A través de una especie de alquimia, una obra de arte —ya sea una pintura o escultura, una sinfonía u ópera, una novela o poema— puede reflejar lo mejor de nosotros. En Rusia, el dolor es perenne y existencial. Hace que la vida sea difícil, pero también crea las condiciones para obras maestras. Esta es una verdad universal, no una verdad rusa. Las vidas y el arte de Beethoven, Vincent van Gogh, Serguéi Prokófiev, Dmitri Shostakóvich, James Baldwin y Jamaica Kincaid son parte del mismo fenómeno. El arte más grande, la obra más digna de ser preservada, surge del dolor en todos los contextos y en todos los continentes.
En busca de lo universal
En su favor, el Festival de Salzburgo optó por destacar dos piezas de música rusa, de Prokófiev y Alfred Schnittke. Fue una elección valiente, dado el actual rechazo a las obras de arte simplemente por haber sido creadas por rusos. El festival también incluyó no una, sino dos producciones operísticas basadas en los escritos de Dostoievski: El idiota y El jugador, con el programa destacando una frase de El idiota: “La compasión es la única ley de la humanidad”. En la misma novela, Dostoievski afirma: “El mundo será salvado por la belleza”.
El arte salva al mundo todos los días, en cada siglo y para cada generación. Será lo que quede de nosotros cuando ya no estemos. Aunque el Eclesiastés nos recuerda que no hay nada nuevo bajo el sol, aun así luchamos por superar la cualidad más frustrante y, al mismo tiempo, más afirmadora de la vida de la creatividad: su incompletitud. Mientras la gente viva, algunos seguirán persiguiendo obras maestras, manifestando el espíritu creativo indomable que, en última instancia, garantiza nuestra supervivencia.
Consideremos a Vladímir Nabokov, un escritor ruso del siglo XX que se convirtió en un clásico estadounidense. En el exilio de su patria, reescribió muchas piezas de la trágica literatura rusa, incluidas obras de Antón Chéjov, Tolstói y Dostoievski, en una clave más feliz. La mayoría de los relatos rusos tratan sobre una sociedad injusta en la que las personas se preparan perpetuamente para la muerte, por lo que Nabokov liberó a los personajes clásicos rusos, dándoles una nueva vida donde el sufrimiento ya no era la norma.
Recordemos la famosa apertura de Ana Karénina (1877) de Tolstói: “Todas las familias felices se parecen; cada familia infeliz lo es a su manera”. En Ada o el ardor (1969), Nabokov le da la vuelta: “Todas las familias felices son más o menos diferentes; todas las infelices son más o menos iguales”.
Estos ejemplos rusos son instructivos, dada la esquizofrenia geopolítica del país. Es tanto europeo como no europeo en absoluto. Su estructura política imperial, dictatorial y bizantina está desfasada y fosilizada. Sin embargo, culturalmente, Rusia es en gran medida descendiente de Europa Occidental. Los propios escritos de Pushkin eran una amalgama de temas rusos y técnicas poéticas francesas. Nikolái Gógol, escritor ruso de origen ucraniano, compuso obras maestras satíricas que se inspiraron en relatos de románticos alemanes como E. T. A. Hoffmann. Guerra y paz (1869) de Tolstói fue compuesta en parte en francés.
Belleza y libertad
El arte no puede prevenir la tiranía ni la guerra, pero sí puede desacreditar sus pretextos. Incluso cuando la mayoría de las personas en Rusia sienten que no pueden luchar contra el despotismo, el arte ruso nunca permanece neutral. Siempre lucha por una sociedad mejor, una humanidad mejor y por la belleza.
Si Putin y sus compinches del Kremlin hubieran aprendido las lecciones que el arte ha enseñado sobre las dictaduras pasadas, Rusia podría haberse librado de su situación actual. Pero la mayoría de los gobernantes son malos estudiantes. No aprecian la cultura ni la creatividad porque la ven como una amenaza, una forma de responsabilidad pública crítica. De lo contrario, Stalin y Putin no habrían destruido obras maestras ni encarcelado a artistas.
Aunque me opongo a la destrucción y prohibición del arte ruso en Ucrania, también reconozco que el Kremlin está aún más en guerra con la cultura rusa. Cualquier artista o intelectual que no apoye las políticas belicosas de Putin es silenciado. Los déspotas solo aman la kulturka (“cultura abreviada”) que hace referencia a su propia grandeza, pero lo mejor del arte ruso es la antítesis de esto. Al basarse en experiencias universales de injusticia, demuestra que la opresión y la confrontación inevitablemente fracasan.
En la década de los 30, Anna Ajmátova enfureció a Stalin al escribir Réquiem, un poema profético sobre la determinación de ella y sus contemporáneos para sobrevivir al régimen del dictador. Varias décadas después, El archipiélago Gulag (1973) de Solzhenitsyn tuvo un papel mayor en el colapso moral del comunismo que la mayoría de los políticos de la última era soviética.
En el siglo XXI, los artistas rusos continúan la tradición de denunciar la crueldad totalitaria. En su historia oral del 2013, El fin del homo sovieticus, la autora nacida en Ucrania y con sede en Bielorrusia, ganadora del premio nobel, Svetlana Alexiévich, describió las cicatrices físicas y espirituales que dejó el autoritarismo antes y después del colapso de la Unión Soviética en la década de los 90.
Al observar al Kremlin hoy, uno se pregunta: “¿Realmente no saben cómo termina esta historia?”. El arte siempre tendrá la última palabra.
Este comentario es una adaptación del discurso principal de la autora, titulado “Idealismo del arte en tiempos de guerra y paz”, pronunciado en el Festival de Salzburgo del 2024.
Nina L. Khrushcheva, profesora de Asuntos Internacionales en The New School, es coautora (con Jeffrey Tayler) de In Putin’s Footsteps: Searching for the Soul of an Empire Across Russia’s Eleven Time Zones (St. Martin’s Press, 2019).
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