Para Alex Solís Fallas, Francisco Barahona, Walter Coto y otros, Hernández está equivocado, su argumento político no es válido en tanto muchos pueblos han cambiado sus normas supremas sin necesidad de derramamiento de sangre, pues cada generación tiene el derecho de cambiar sus normas de convivencia y, en cuanto a la tesis jurídica de la inseguridad, no debe tenerse miedo ni alimentarse temores sin fundamento.
Es decir, mientras el primer autor parte de referencias del derecho comparado y a la estimación de lo que conceptualmente implica la reforma constitucional total, los otros lo hacen desde tesis voluntaristas, apelando, por una parte, a un supuesto derecho subjetivo generacional, sin contornos precisos, puramente formal, y, por el otro, a la invocación de sentimientos patrióticos, también vacíos de contenido y desconociendo axiomas empíricos.
Evidencia. El Idespo de la UNA efectuó una medición sobre el autoritarismo en la población costarricense usando la escala RSW de Altemeyer. En ella, más de 50 puntos implican una aceptación de criterios autoritarios. En el 2011 el promedio era de 72 puntos y en el 2016 de 68 puntos, es decir, casi sin variación considerando los márgenes de error.
Esos puntajes abarcaban respuestas afirmativas a las proposiciones de que había personas “muy diferentes” que nunca deberían ser parte de la sociedad; que el castigo para infractores debía ser muy drástico; que la obediencia a la norma (sin importar su contenido) era un valor deseable y que debía defenderse el statu quo, para citar solo algunos ítems.
A lo anterior, debe agregarse que en las elecciones pasadas cerca de 470.000 personas (35 % de quienes emitieron el voto) estuvieron dispuestas a designar, en la primera ronda, a grupos con propuestas políticas que materializaban aquellos rasgos, al ofrecer, en sus “planes”, categorizaciones de personas según los criterios morales de unos, desconocer derechos humanos de algunos grupos y hasta proponer la ruptura con instituciones democráticas. En la segunda ronda, el número creció a 839.000 votantes (39,3 %).
Inviabilidad sociopolítica y jurídica. De lo anterior se concluye, con facilidad, que son las opiniones jurídicas de Hernández Valle (y no las de quienes lo acusan de estar equivocado) las que muestran mayor solidez y sustento empírico. La convocatoria a una asamblea nacional constituyente representaría, en este estado de la cultura nacional, un enorme retroceso, no solo en las mínimas libertades fundamentales de diversos grupos de la población (indígenas, mujeres, población LGBTI y personas privadas de libertad), sino en derechos económicos, sociales y ambientales.
Esto, implícitamente, lo reconocieron los mismos propulsores de ese ensayo al instaurar, en una de las versiones de su iniciativa, una cláusula de salvaguarda que impidiera ese repliegue, lo cual sabemos es imposible, porque el poder constituyente es originario e ilimitado y así se los hizo ver el TSE (vea voto 6187-2016).
Si se quiere hacer uso del referendo y no del trámite legislativo para la reforma constitucional, ¿no será mejor propiciar una convocatoria, mediante dicho mecanismo, para reformas parciales, puntuales (designación de magistraturas, de diputaciones, etc.) que, además, son las únicas que el artículo 105 de la Constitución Política posibilita? ¿Por qué insistir en una vía que no solo está cuestionada constitucionalmente (vea expediente constitucional 17-3086-007-CO, resolución del 27 de marzo del 2017), sino que nos conduciría a una polarización sociopolítica cuyas posibles consecuencias recién se evidenciaron?
La autora es coordinadora de la maestría en Ciencias Penales de la UCR.