
Mucha gente cree que el empleo asalariado fue una invención progresista. Pero, en realidad, sin el capitalismo nunca se hubiera acumulado la riqueza necesaria para que los empresarios contaran con recursos suficientes para garantizar un salario a sus colaboradores mucho antes de obtener utilidades. El asalariado moderno es fruto del capital, no de las consignas políticas.
Lo que sí es una invención progresista es el incremento constante del costo del empleo mediante regulaciones e impuestos asociados al salario. Esas intervenciones no solo dificultan la labor del empresario que intenta iniciar una empresa, sino que generan incentivos directos a sustituir mano de obra por máquinas con el fin de elevar la productividad.
Hoy, casi todas las democracias enfrentan problemas de desempleo crónico, asociados precisamente al exceso de cargas sobre quienes generan trabajo formal. Esto ha acelerado la automatización y está provocando cambios profundos en las estructuras económicas de países que han utilizado el salario como fuente de financiamiento de programas estatales depredadores y sistemas de reparto insostenibles.
Vamos hacia economías donde el empleo fijo y el salario tradicional se están volviendo obsoletos. Y es imprescindible que los políticos reaccionen, liberalizando de una vez por todas las economías para permitir nuevas formas de trabajo y producción.
Cargas sociales
Hablemos de las cargas sociales y la regulación del empleo. No se puede arreglar con una mano lo que la otra mano destruye.
Las cargas sociales “redistributivas” terminan operando exactamente en contra del objetivo que se supone persiguen: proteger a los desocupados e incapacitados. Al encarecer la contratación, generan desempleo y obligan a miles de personas a depender de asistencias estatales financiadas con impuestos regresivos que generan más pobreza y más desempleo.
¿Dónde está la lógica en eso? El impuesto para el INA carece de sentido. El Estado no produce nada y no tiene manera de saber cuáles son las necesidades técnicas reales de los mercados. Lo más razonable sería eliminarlo o transformarlo en un sistema de vouchers para que las personas elijan su propia capacitación en institutos privados, según criterios de mercado y no según la intuición de burócratas.
El “ahorro obligatorio” para el Banco Popular es, además de ineficiente, inmoral. Obligar a las personas a ahorrar bajo criterios políticos, y no individuales, es un sinsentido. Sorprende que haya sobrevivido tantas décadas.
Los sistemas de reparto –tanto de pensiones como de salud– son estructuras que se consumen desde adentro. No sobrevivirán sin una migración hacia sistemas de responsabilidad individual y capitalización, donde los incentivos perversos desaparezcan y existan mecanismos claros de sostenibilidad y calidad.
Y uno de los ejemplos más claros de regulación destructiva es el salario mínimo. Las leyes que garantizan un salario mínimo garantizan, en la realidad, un salario cero para quienes no pueden justificar productivamente ese monto.
Las personas excluidas del mercado formal por causa de la ley quedan condenadas a no poder trabajar.
Lo mismo ocurre con la jornada laboral. La historia demuestra que los intentos de regular el trabajo han sido una fuente constante de conflictos –algunos incluso sangrientos– desde finales del siglo XIX.
Tras la Segunda Guerra Mundial, el progresismo desplazó su foco hacia los sistemas de reparto y el llamado Estado de bienestar. Sin embargo, hoy el tema laboral vuelve con fuerza a la mesa de discusión, justo en el momento en que la inteligencia artificial está transformando los mercados de trabajo.
El trabajo en la era de la IA
La inteligencia artificial no solo está cuestionando la forma en que trabajamos; está poniendo en jaque las fuentes de financiamiento de los programas estatales de reparto.
Durante décadas, los progresistas repitieron que las empresas “explotaban” a los trabajadores. Bajo ese argumento impulsaron legislación que, en vez de proteger al trabajador, encareció e hizo rígida la contratación mediante salarios mínimos crecientes, cargas sociales excesivas y regulaciones que asfixian el empleo.
La IA ahora elimina ese dilema de raíz: millones de trabajadores que antes eran indispensables pueden ser sustituidos por sistemas automatizados más productivos y más baratos.
Y la IA no va a desaparecer. Es una revolución tan profunda como la máquina de vapor o como Internet. La única salida razonable ante el desempleo tecnológico no es más regulación, sino menos.
Es imprescindible liberar completamente el contrato laboral, permitiendo que las personas se reinventen, que pasen de ser asalariados dependientes a creadores y emprendedores independientes, capaces de aprovechar las nuevas herramientas.
Lo mismo aplica para la educación. El sistema público estandarizado –otra creación del pensamiento socialista– llegó a su límite. Pretender que todos aprendan lo mismo, al mismo ritmo y bajo los mismos métodos es absurdo en una era en la que el conocimiento cambia a diario. Los jóvenes necesitan una educación basada en la creatividad, en la experimentación y en el dominio de tecnologías emergentes.
La conclusión es clara
La nueva economía no necesita más burócratas ni más obreros de escritorio. Necesita mentes libres, capaces de aprender, adaptarse y crear valor por sí mismas.
Y esto será imposible mientras sigamos cargando el empleo formal con regulaciones rígidas, impuestos excesivos y estructuras estatales que castigan la productividad y la innovación.
Andrés Pozuelo Arce es empresario.