Acto I: Nacimiento. Todo comienza con el anuncio rimbombante en redes sociales de algún municipio, generalmente en año preelectoral: “¡Inversión histórica en infraestructura vial!”. “Sus impuestos trabajando para usted”. Hay promesas, cintas que cortar y hasta videos con drones. Funcionarios sonrientes, vecinos esperanzados y discursos que hablan de desarrollo.
El primer escollo viene con la construcción. Generalmente, se realiza de día, lo cual provoca presas interminables. Si hay suerte, un operario hace las de oficial de tránsito y decide quién pasa y quién espera. Pero, a ese momento, todos quemamos combustible, esperanzados con una cierta sensación de progreso.
A las semanas, la calle nace negra, tersa, sin mácula. Como se asfalta sobre el asfalto, va ganando altura con cada intervención, y los caños se van convirtiendo en verdaderos acantilados… Pero no nos pongamos tiquismiquis. Es un lienzo nuevo, promesa de movilidad y modernidad. Aún no ha sido violada por la institucionalidad.
Acto II: Adolescencia. Recién repavimentada, el siguiente problema es la demarcación. No hay líneas, ni flechas, ni pasos peatonales durante meses. La excusa es que “la pintura aún no llega”, o que otra dependencia u otro contratista es el responsable de la señalización.
Entretanto, el Viejo Oeste vial: conductores y peatones hacen lo que les da la gana en esa jungla de asfalto. Se improvisan carriles dobles donde hay uno; las motos reclaman su “carril central”; se hacen giros prohibidos en nombre de la urgencia, se adelanta donde no debería. La calle funciona como puede, al borde de la anarquía vial.
Acto III: Adultez. Cuando finalmente la calle se demarca, generalmente meses después de asfaltada, y cuando ya el invierno está entrando, en una operación altamente sincronizada, en semanas –o días– se rompe la luna de miel del conductor frecuente. El AyA descubre que olvidó cambiar una tubería instalada en la administración de don Chico Orlich. O la CNFL decide soterrar cables. O un proveedor de telecomunicaciones abre zanjas para instalar fibra óptica, en una coordinación que nadie nunca puede probar.
Se comienza a rajar la calle sistemáticamente y esta queda destrozada en cuestión de meses. Si el remiendo llega, se remienda mal, y nacen así los huecos convexos: la versión inflada del hueco tradicional. Al mismo tiempo, las tapas de alcantarilla, que quedaron hundidas al nivel del asfalto anterior, se convierten en cráteres perfectamente circulares que el conductor ya ni esquiva porque sabe que son inevitables. El asfalto nuevo se mezcla con parches y cráteres por doquier, dándole a la calle esa textura lunar tan Esencial Costa Rica.
Acto IV: Vejez. Una vez parchada sistemáticamente, la calle comienza su declive. Lluvias, tránsito pesado y bacheo selectivo, aunado a la mala calidad del asfalto, la envejecen prematuramente. Además, la demarcación se esfuma más rápido que la promesa de campaña del alcalde local, de forma que uno se cuestiona si realmente era la mejor opción de pintura para un país tropical.
Pero el verdadero deterioro viene con las segundas intervenciones: nuevas zanjas y reparaciones sobre las reparaciones. No hay vergüenza ni coordinación. Las instituciones no se hablan entre sí ni aunque compartan edificio.
Y si topa con la extraña suerte de una calle de concreto, igual se repara con asfalto. Porque, aquí, el criterio técnico es: “échele algo encima”. Lo que queda es un collage gris y negro digno de ilustrar la palabra “chambonada” en cualquier diccionario.
Luego está el asunto de la limpieza, ese lujo escandinavo que aquí es extravagancia. En las rutas nacionales, uno puede encontrarse desde guardabarros hasta higuerones creciendo en plena división de carril, como si la naturaleza intentara reclamar lo que alguna vez fue suyo. Si un camión pasó dejando piedra, cemento o barro, ahí quedará. Por semanas. O meses. Hasta que la lluvia –cual operario del MOPT– lo arrastre lentamente hacia la alcantarilla más cercana, y, de paso, la colapse. No hay presupuesto para ampliarlas ni para mantenerlas, pero, al parecer, tampoco para limpiarlas. Aquello de “pobres pero aseados” ya no aplica.
Acto V: Muerte programada y resurrección cínica. Si tiene suerte, en el próximo año preelectoral –cuando ya de nuestra calle no hay nada que salvar– se anuncia un nuevo proyecto de “mejoramiento vial”. Más fondos, más cierres, más promesas. Se repite el ciclo: raspado, asfaltado y ¡listo!: un nuevo manto de alquitrán que cubre todas las heridas, solo para que sean abiertas de nuevo.
Epílogo. Esta tragicomedia que sucede en cualquier cantón del país o en cualquier vía nacional no es anecdótica: es tercermundismo estructural. Es la consecuencia directa de un ecosistema público fragmentado, sin jerarquía funcional, sentido común ni herramientas de planificación integradas. El Estado tiene instituciones y empresas en todos los sectores posibles, pero ninguna sabe dónde está excavando la otra.
Y así, cada calle se convierte en símbolo de cómo la falta de coordinación –más que la falta de recursos– es el verdadero hueco que nos traga. Sin duda, el problema, al final, no es la calle.
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Mauricio París es abogado especialista en Tecnología, Medios y Telecomunicaciones.